Estado de la lengua en el exilio

Mariela Dreyfus

Cuando llegué a la ciudad de Nueva York en 1989, había publicado un solo libro de poesía, Memorias de Electra, finalista en el Primer Concurso Nacional de Poesía Juvenil auspiciado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el suplemento cultural El Caballo Rojo (Lima: Orellana & Orellana Editores, 1984). El año pasado apareció aquí mi tomo Gravedad. Poemas reunidos (Nueva York: Artepoética Press, 2017), que reúne mis seis libros publicados hasta el momento incluyendo, además del primero: Placer fantasma, Premio Nacional de Poesía Asociación Peruano-Japonesa (Lima: APJ, 1993); Ónix (2001); Pez (2005) / Pez/Fish (2014); Morir es un arte (2010; 2014); Cuaderno músico precedido de Morir es un arte (2015), más un adelanto del séptimo, La edad ligera, actualmente en composición. Gravedad supuso también para mí el rescate de antiguos poemas que en su momento no hallaron lugar en ningún conjunto específico, así como otros más recientes y aún inéditos, escritos en paralelo a La edad ligera.

Con la constancia de quien no tiene apuro, en casi tres décadas de residencia fuera, he ido construyendo una obra que persiste en expresarse en mi lengua materna, el castellano. He ahí la primera extrañeza: llamarle todavía castellano a esa lengua que aquí llaman español. En ese tránsito en la denominación, me pregunto, ¿qué otros traslados, préstamos y modificaciones han ocurrido al mismo tiempo? ¿De qué modo mi lengua peruana, limeña, de Lince, con su idiolecto peculiar y su seguridad aprendida se ha dejado permear, contagiar, penetrar, estallar y reconfigurar ante mi propio oído sorprendido? ¿Cómo los decibeles de esa “oreja poética” peruana, para citar un término de Lauer & Montalbetti, han alcanzado una acústica mayor, nuevos acentos, durante esta persistente ausencia del contexto?

En mis poemas siempre hay un paisaje, un escenario para la pequeña historia que se recrea. A veces es un ámbito cerrado, claustrofóbico, otras se traslada fuera, a la ciudad y sus grandes construcciones, o a la naturaleza viva, con ribetes hiperrealistas o por el contrario, totalmente oníricos. La nueva ciudad habitada ingresa a un poema mío por primera vez en “Primera visión del puente (built in 1885)”, incluido en Placer fantasma. Por primera vez ingresa también el inglés, tímidamente en un subtítulo, que es como ha permanecido hasta el momento, como una lengua subsidiaria o secundaria, dado que pese a ser la lengua oficial de los Estados Unidos, y que la entiendo, hablo, leo, aprecio y amo, no la he usado de manera exclusiva en mi escritura creativa: mi yo profundo sigue sintiendo indefectiblemente en español. De cualquier modo, mis paisajes poéticos son porosos, unos se filtran en los otros, se confunden, una ciudad es otra ciudad, una habitación es igual a otra habitación, en penumbra y las cortinas de tul recogidas, como en un cuadro de Hopper.

Los museos de Nueva York me han permitido entrar en contacto con ciertos elementos importantes de la plástica que son también fundamentales para mi poesía: la densidad, el volumen, la combinación de colores y formas. Esta preocupación se anuncia en los títulos de algunos poemas –“Cuadro”, “Imagen”, “Instantánea”–, que sugieren la capacidad de la palabra para generar imágenes, retomando la tradición griega de la écfrasis. Otros, como “Entre las cuatro paredes de mi cuarto…” y “En una calle desierta”, aluden en cambio a la escenografía del poema. En una entrevista que le hice en su natal Santiago de Chile en agosto del ’87, el poeta chileno Raúl Zurita me dijo que para él la poesía “no [era] otra cosa que la puesta en escena de una vida en concreto”. La mudanza a Nueva York significa inventarme nuevos paisajes para esa puesta.

Por otra parte, el contacto con el inglés, la posibilidad de leer a los autores más recientes de la tradición poética norteamericana, asistir a sus lecturas y seguir su trayectoria ha tenido cierto impacto en mi continua experimentación con el lenguaje emprendida en mi propia lengua, cercana como me siento de la experiencia de grupos poéticos como los “Language Poets” y los “Deep Image Poets”. Cada libro mío ha significado la búsqueda de una nueva torsión en la sintaxis y la salida de una dicción unívoca, para apostar por la diseminación, algo que se ve más claro en mis dos colecciones todavía en proceso, La edad ligera y Todo lo que existe está situado. Esas nuevas inflexiones y acentos son también por supuesto una nueva música, una polifonía irregular, arisca y llena de aristas, que hace eco de la multiplicidad de lenguas que a diario se escuchan y pronuncian en el espacio urbano.

Cuando viajo en tren para distraerme me dedico a escuchar la conversación ajena tratando de adivinar en qué lengua extranjera se lleva a cabo. A estas alturas distingo todos los acentos de Latinoamérica y España, lo mismo que las múltiples variantes del inglés, francés y portugués. Pero si escucho una lengua oriental, intento discernir si se trata por ejemplo del chino o del coreano, del pali o del hindi. Mi voz se ha vuelto receptiva a ese mar de voces con las que convive a diario y yo he dejado de lado su cadencia previsible para volverla más ríspida, prolongada, echando para ello mano del versículo y el poema en prosa. Ya no me preocupa que cada verso complete un sintagma; más bien me gusta dejar el artículo suspendido, la preposición suspendida en esa especie de pequeño abismo que es el final de cada línea, para que la suspensión momentánea del sentido encuentre su hilo en la siguiente. Este mecanismo es el que guía justamente la forma en los poemas de Cuaderno músico, colección que se abre con una cita del gran saxofonista de jazz, Miles Davis: “I’ll play it first and tell you what it is later”, anticipando el ejercicio de la improvisación como método para articular el sentido.

En Lima trabajaba con estructuras minimalistas, en breves poemas donde buscaba condensar la palabra hasta su expresión más justa para que de ese modo se creara un equilibrio con el alto tono emocional; después, modulando la rabia en melancolía, la desesperación en angustia existencial, puedo soltar más la forma. En Placer fantasma ensayo por primera vez el poema en partes enumerado en arábigos que luego retomo en Ónix, donde también incluyo un poema místico en siete partes sólo separadas por estar cada una en página aparte, y un largo poema a la manera de guión cinematográfico, que tiene lugar “en un puerto apacible de los Mares del Sur”.  Desde el principio el mar es un motivo recurrente en mi poesía, suscita movimiento, renovación. El mar arrasa y lame, golpea y acaricia. En el vientre de la mujer gestante, el líquido amniótico se asemeja a un mar interior donde brota y va creciendo un nuevo ser.

Retomando la tradición de las vanguardias, siempre me interesó tender puentes entre obra y vida, experiencia y palabra. En ese sentido la maternidad por ejemplo le dio a mi escritura una nueva dimensión, la posibilidad de trabajar en el poema la perspectiva, el volumen. El leitmotiv para escribir mi cuarto libro, Pez, fue trazar un paralelo entre la gestación del cuerpo y la palabra, partiendo de una premisa base: tanto la maternidad como la escritura son experiencias intransferibles; nadie escribe el poema por ti, nadie lleva el hijo por ti tampoco. Esto último podría ser ahora refutado por las madres canguro, pero no importa, igual me parece que sigue funcionando poéticamente.

Esta idea del tejido está presente en ambos movimientos, la gestación y la escritura: “Del albumen al tallo de la letra a la línea el sonido se trama y su sentido”, dice uno de los versos de Pez. Cada pasaje es un entrar en las palabras como quien ingresa en un cuerpo y abrirlas, desarmarlas, mirar por dentro su relojería, como quien abre una por una las muñecas de la matrioshka hasta llegar a la más pequeña, que sería como la sílaba o incluso la pura letra. Suelo decir que mientras escribía Pez, los dos aviones destinados a destruir las Torres Gemelas se estrellaron también contra mi texto, llenándolo de nuevas resonancias, imágenes tanáticas en lucha dialéctica con esa apuesta vital que al final se impone con el nuevo alumbramiento (que es el nuevo poema). Esa danza entre sobrevivencia y mortandad está presente también en mi quinto conjunto, Morir es un arte, donde la apuesta por la pulsión erótica es un modo de conjurar a la muerte.

Pensar en la matriz musical de las palabras me lleva a un procedimiento análogo al de mi contemporáneo Roger Santiváñez cuando define así su método compositivo:  “Actualmente pienso en las sílabas como si fueran notas musicales”. No es casual del todo la semejanza, ya que Santiváñez y yo fundamos juntos el movimiento interdisciplinario Kloaka (1982-84), donde la búsqueda del lenguaje llevó a formas extremas del coloquialismo, la recuperación de la germanía, la jerga del lumpen local. Este viaje en descenso –entrar en lo más visceral del lenguaje, hacerlo jirones– asume entre algunos de los miembros del grupo luego la dirección contraria, buscando alcanzar lo sagrado, ese momento de armonía recuperada a través de nuevas combinaciones silábicas, trabajando sobre el plano sonoro, en la aliteración, el acento, la asonancia, la recurrencia a las vocales abiertas como la “a” de madre y mar; la “o” de ojos y de océano, en mi caso con la esperanza de alcanzar una nueva melodía, epifánica, semejante a la música de las esferas. Todo por mantener los ojos y los oídos bien abiertos y sentir el pulso del mundo, su pentagrama alado.

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