Escribir en Los Ángeles

Jesús Torrecilla

En una entrevista que me hicieron en Madrid a raíz de la publicación de mi tercera novela, quería saber el reportero si me consideraba un escritor español y le contesté que no. ¿Entonces?, requirió, un tanto intrigado. Comprendí que debía explicarme. Pero en lugar de hacerlo directamente, di un giro a la conversación y le pregunté si creía que las películas de Buñuel en México formaban parte del cine español. Tras tomarse unos segundos para pensarlo, afirmó que no, que en su opinión eran mexicanas. Sin embargo, añadí yo, el director era español y lo habría seguido siendo aún en el caso de que hubiera hecho toda su filmografía en México. ¿no le parece? El periodista me respondió que por supuesto. Le digo esto, proseguí, porque creo que sirve para aclarar mejor mi posición. Cuando afirmo que no me considero un escritor español, no me refiero a mi identidad personal. Es obvio que soy español, pero mis novelas no lo son. Claro que es posible que tampoco sean americanas. Pero sí de Los Ángeles. Mi actividad como novelista no puede entenderse desconectada de esta ciudad. De sus habitantes, de su trazado urbano, de su cultura, de su carácter fronterizo. De su mística, por así decirlo. En ella (y más específicamente, con ella) me convertí en novelista.

La entrevista a que hago referencia tuvo lugar hace ya algún tiempo, pero mis ideas no han cambiado en lo sustancial.

Cuando llegué por primera vez al LAX, hace más de tres décadas, la primera impresión que recibí fue la de un formidable atasco en una autopista de seis carriles en cada dirección. Tras una hora de viaje, le pregunté al amigo que había ido a recogerme si faltaba mucho para la ciudad y me contestó que estábamos en ella. Miré a mi alrededor. Lo único que vi fue una interminable valla de cemento extendiéndose a ambos lados de la masa compacta de coches. ¿Eso era Los Ángeles? Mi primera reacción fue de rechazo. Una actitud que se acentuó a medida que pasaban los meses. Y los años. No podía entender que existiera una ciudad de esas características en ninguna parte del mundo. Sin plazas, sin calles que merecieran tal nombre, sin monumentos históricos, sin un centro específico. Sin una personalidad, en definitiva. Tardé en comprender que no se trataba de un defecto, sino de una forma de ser. Sus señas de identidad no se encontraban en los edificios, sino en la red de freeways que la atravesaban de parte a parte. En Guía de Los Ángeles pretendí interpretar lo que eso significaba. De hecho, concebí la escritura de esa novela como una especie de manifiesto literario.

Al llegar aquí, se me plantea una duda. ¿Encontré en Los Ángeles una ciudad hecha a mi medida o, en mi intento de entenderla, fui poco a poco asimilando su idiosincrasia? Supongo que hay un poco de los dos. Porque, si bien es cierto que siempre he sido una persona más de proyectos que de nostalgias, también lo es que me costó conectar con una realidad que al principio me resultó incomprensible. Únicamente tras los cinco años que pasé en Luisiana, obligado por razones profesionales, comencé a considerar que mi sitio estaba en Los Ángeles. No porque me sintiera cómodo en ella, sino porque, de algún modo, pensé que reflejaba bien mi personalidad. O la personalidad que me había forjado con el tiempo. Lo que no quiere decir que mi relación con ella haya sido placentera. Más bien lo contrario.

Desde mi primera novela, se me planteó la necesidad de reflejar la identidad de mi nuevo entorno. Lo cual, según pude comprobar, no era tarea fácil. En el nivel más básico, significaba que la acción debía desarrollarse en el paisaje urbano de Los Ángeles, con todo lo que eso implica. Con sus autopistas, sus centros comerciales y sus aceras vacías; con sus personajes en continuo movimiento, sus cambios y sus rupturas, trazando una geografía afectiva caracterizada por la disfuncionalidad.

Pero comprendí también, asimismo, que, si quería transmitir el asunto adecuadamente, necesitaba emplear un determinado estilo y una estructura específica. No se puede escribir sobre Los Ángeles con el formato tradicional de la novela realista. Una ciudad sin centro exige una narrativa diferente. Un estilo rápido, una estructura dispersa. En Tornados ensayé un tipo de novela fragmentaria, discontinua, en la que los diferentes capítulos poseen una cierta autonomía, hasta el punto de que se pueden leer por separado, pero en la que existen asimismo una serie de líneas argumentales que los conectan. En el otro extremo, he ensayado a veces la escritura de relatos independientes, pero aunados por una temática común. La idea es reflejar esa mezcla de dispersión y unidad, que, en mi opinión, identifica el carácter de la ciudad.

Pero Los Ángeles no solo es una megalópolis de autopistas, sino también de frontera. En ella conviven (y lo han hecho desde mediados del xix) dos lenguas y dos culturas que definen su identidad. Desde que resido en Los Ángeles, puede decirse que mi vida ha transcurrido en la fecunda promiscuidad que marca la interacción entre los dos mundos. A la hora de escribir, esa mezcla (o esa fluidez) me ha planteado ciertos problemas con relación al lenguaje. Sería impráctico, sobre todo de cara al lector, intentar transcribir en mis obras los continuos cambios de código que se producen en la comunicación diaria. De hacerlo, se limitaría enormemente el público que podría entenderlas sin necesidad de traductor.

La decisión de escribir en español la tuve clara desde el principio, si bien no siempre lo he hecho de la misma manera. A veces he recurrido a un lenguaje neutro, intentando eliminar localismos. O limitándolos al máximo. La solución, al menos hasta cierto punto, no está tan alejada de la realidad, ya que, en Los Ángeles, por el hecho de convivir dos lenguas con sus respectivas variedades dialectales, se tiende a emplear un lenguaje con gran cantidad de préstamos lingüísticos. No sólo del inglés, sino también internos. El resultado es una especie de koiné en el que, obviamente predomina el dialecto mexicano. En otros casos, he optado por reflejar las distintas modalidades. O al menos algunas de ellas.

Teniendo en cuenta que en Los Ángeles conviven dos lenguas mayoritarias, pero solo una de ellas se emplea en la educación, a quienes escribimos en español se nos plantea un problema añadido. El novelista suele escribir para un destinatario que conoce de primera mano el mundo que refleja. Nosotros, en cambio, reflejamos un mundo en el que se usa frecuentemente el español, pero sin que apenas se lea en ese idioma. Los latinos, si no han venido de otro país, han recibido su educación en inglés, por lo que son analfabetos funcionales en su lengua materna. Eso explica que sea tan difícil crear un público lector. O formar un espíritu de grupo. Lo que se suele denominar una identidad generacional. Los que escribimos en español no nos hemos educado aquí. No compartimos experiencias de la niñez. Cuando nos imaginamos el destinatario de nuestras novelas, tal vez pensemos más en el público de nuestros países de origen que en el que nos rodea. El problema se complica si tenemos en cuenta, que, por esa misma razón, no ha podido desarrollarse aquí ningún proyecto editorial de importancia.

Este hecho proporciona a nuestra escritura una cierta precariedad. Como la producción de los exiliados, o la de los sefardíes. Nuestra obra es de difícil encaje.

Se podría argumentar que cualquier escritor de calidad posee la capacidad para superar esa limitación. Que a todos se nos ofrece la posibilidad de atraer la atención de un extenso auditorio de personas, de hacernos escuchar por una sociedad más amplia que aquella en la que transcurre nuestra existencia. Sobre todo, cuando compartimos experiencias que poseen una dimensión universal, como la marginación, el fracaso de las relaciones personales, el idealismo, los sueños truncados. Sobre todo, asimismo, en un mundo globalizado e interconectado, en que las formas de acceder al público se perfeccionan de continuo.

Pero la falta de raíces es tan indudable que nos proporciona un carácter peculiar. Nuestra escritura, por así decirlo, carece de anclaje. Y de sombra. No prende en el suelo firme de una herencia común, no se integra en una tradición compartida. Ni la crea. Crece en el aire. Como si nos encontráramos aquí de paso, como si nuestras experiencias tuvieran lugar en una de las freeways que atraviesan Los Ángeles de punta a punta, con la improvisación y la precariedad de los viajes. Es una sensación desagradable, pero que, al mismo tiempo, define bien nuestra condición.

Tal vez sea eso lo que proporciona a nuestra escritura una calidad más angelina. Y, por ello mismo, más auténtica.

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