En sentido contrario

Miguel Serrano Larraz

Sara Mesa. Cara de pan. Barcelona: Anagrama, 2018

Una mañana cualquiera, a comienzos del curso académico, una niña (cuyo nombre no conocemos) decide dejar de ir al instituto: «Ella no planificó nada, no podía saber que se acercaba al momento culminante, al momento en que todo cambió: cuando salió de casa, enfiló la avenida, apresuró el paso porque iba un poco tarde… y dio la vuelta. Dio la vuelta y se apresuró aún más, pero en sentido contrario». La decisión de caminar «en sentido contrario» recuerda al comienzo y a una de las imágenes obsesivas de El sótano, de Thomas Bernhard, pero a diferencia de lo que sucede en el texto autobiográfico del austriaco, la protagonista de la novela de Sara Mesa no cuenta con una voluntad activa de abandonar el mundo escolar para empezar a participar en la vida. Se trata, más bien, de una huida, relacionada con formas menores de acoso y, más en general, con la sensación adolescente de desubicación. La niña ya no vuelve al instituto, y pasa las mañanas escondida en un parque de su ciudad. Regresa a casa a la hora habitual y finge ante sus padres que ha asistido a clase y que la vida sigue más o menos sin cambios (el lector, este lector, no puede dejar de recordar a Jean-Claude Roman, el protagonista de El adversario, el texto fundacional de la fama de Emmanuel Carrère). La novela, sin embargo, no arranca con el cambio de vida de la protagonista (que se narra en un momento posterior, en una de las pocas alteraciones de la linealidad temporal del texto), sino unos días después, en mitad de una de esas mañanas en el parque, cuando entabla relación con un adulto:

La primera vez la coge tan desprevenida que se sobresalta al verlo. La niña está apoyada en el tronco del árbol, leyendo una revista, cuando oye sus pasos acercándose, el chasquido de las hojas secas al quebrarse, y después lo ve, de pie delante de ella, quizá un poco turbado pero no sorprendido por encontrarla allí, oculta tras los setos. El viejo pide perdón –¡no quise asustarte!, dice– y después le pregunta qué está leyendo, pero entre una cosa y otra –entre la disculpa y la pregunta– a la niña le da tiempo a reaccionar. Esto, responde mostrándole la revista, una revista para chicas.

“La niña” vulnerable que lee oculta entre la espesura y “el viejo” curioso que se asoma a su refugio y la interpela: el primer párrafo ya despliega un simbolismo casi arquetípico, acentuado por la falta de nombre de los protagonistas, que pronto deciden dirigirse el uno al otro mediante apelativos improvisados: la niña será Casi (porque tiene “casi” catorce años); el adulto será simplemente el Viejo. A pesar de las prevenciones de la niña (y del lector), no tardamos en descubrir que el Viejo no tiene ningún interés sexual por Casi, que él también pasa todas las mañanas en el parque, que no es tan mayor (tiene cincuenta y cuatro años), que vive solo, que está obsesionado con la ornitología y con la música de Nina Simone, que lo despidieron de su único empleo por algún tipo de comportamiento inadecuado, que ha vivido en un centro psiquiátrico y que su infancia quedó marcada por la relación extremadamente poco convencional de sus padres. Pese a desinterés erótico del adulto, ambos saben que nadie debe verlos, y que el mero hecho de que hablen entre ellos podría resultar sospechoso. La novela avanza a partir de las conversaciones de ambos, del temor de Casi a que sus padres descubran que ya no va a clase y del despliegue dosificado de datos acerca del pasado del Viejo. La tensión y la incomodidad se van instalando poco a poco en la trama. Por una parte, el lector sabe que Casi acabará siendo descubierta, que solo es cuestión de tiempo que el sistema descubra una grieta en sus coartadas; por otra parte, da la impresión de que la niña (que tiene su primera regla en una de esas mañanas con el Viejo) se niega a aceptar la mirada inocente de su nuevo amigo, que de algún modo se opone a lo que los adultos le han enseñado sobre el mundo.

Cara de pan supone una depuración de toda la obra anterior de Sara Mesa. Está narrada en presente, como todas sus novelas (una decisión que delata una preocupación por los límites y las posibilidades actuales de la narrativa), pero huye de los saltos temporales y la complejidad formal de sus textos más conocidos. A pesar de su vínculo evidente con Cicatriz, su novela anterior, da la impresión de que abre un nuevo camino. Abandona, por ejemplo, la ciudad de Cárdenas, el entorno ficticio de varios de los textos de ficción de la autora, que le permitía fabular acerca de un mundo muy parecido al nuestro (y que en Cicatriz ya era apenas un residuo nominal, o un guiño). En Cara de pan esta realidad paralela deja paso a un relato autocontenido, casi completamente lineal, limpio, muy narrativo, sin referencias claras a su obra anterior. Esta narratividad viene acompañada de un adelgazamiento de lo simbólico. Una de las grandes virtudes de la obra de Mesa es la inestabilidad de sus interpretaciones. La ambigüedad deja hueco a un gran número de alegorías posibles, que el lector (este lector, al menos) tantea y rechaza a lo largo de la lectura. En algunos momentos de Cara de pan la depuración de cualquier elemento superfluo hace que esta multiplicidad corra el riesgo de desaparecer. Da la impresión de que su autora posee un gran dominio de su oficio, de que conoce muy bien las implicaciones de la trama, los recursos de los que dispone y los símbolos que utiliza. Por suerte, esta capacidad técnica no se apodera de todos los significados y deja zonas oscuras para el trabajo de interpretación.

Un apunte sobre el contexto: no deja de sorprenderme que en los últimos años hayan aparecido en España varios relatos centrados en la relación de un preadolescente inadaptado y un adulto al margen de la sociedad. La trama de Cara de pan tiene un parecido notable con El anticuerpo, de Julio José Ordovás, y con las dos nouvelles que componían el libro de Elvira Navarro La ciudad feliz (especialmente con «La orilla»). Mesa y Ordovás nacieron en 1976; Navarro, en 1978. La amistad ambigua entre el niño y la figura del outsider (un mendigo «La orilla»; un yonqui en El anticuerpo) supone una inversión de la relación entre maestro y discípulo, un tópico de la literatura universal. En la tradición española el antecedente más notable es la novela picaresca, pero tengo la impresión de que en el caso de la generación de Mesa, Navarro y Ordovás (que es la mía) habría que buscar los referentes en los relatos que consumimos en la infancia, desde La isla del tesoro y El señor de los anillos hasta las películas estadounidenses que forman nuestra educación sentimental (pienso por ejemplo en Star Wars, Gremlins, E. T., The Goonies, Back to the Future y Karate Kid). Este vínculo me parece al mismo tiempo inquietante y (muy) divertido.

En un artículo reciente la escritora Gabriela Wiener escribía acerca del modo en que la excitación y el deseo de muchas mujeres se construye a partir de unas primeras experiencias sexuales violentas o humillantes. Cara de pan va un paso más allá y nos propone una historia sobre una expectativa social previa, anterior incluso a esas primeras experiencias. Su protagonista considera que su relación con el Viejo no es normal y trata de ajustarse a la obscenidad que la sociedad espera: poco a poco, ante la pasividad de su interlocutor, el equilibrio de fuerzas se invierte y es ella la que toma la iniciativa, en un intento desesperado de modificar el curso de la relación, de “normalizarla”. La fantasía de Casi (reflejada también en su diario, del que hablaremos más adelante) es una proyección de los prejuicios de su entorno, en los que el único papel que puede desempeñar en la relación con un desconocido es el de víctima. Se produce una doble inversión: como no considera normal lo que debería ser normal, Casi busca adaptarse a los patrones obscenos de la mirada adulta, que suponen, a su vez, una inversión de la normalidad (al leer esta novela no pude dejar de pensar en unas declaraciones del escritor sudafricano J. M. Coetzee en las que lamentaba la desconfianza actual hacia cualquier hombre ajeno al círculo familiar que trate a un niño con ternura).

Cara de pan es la quinta novela de Sara Mesa. Uno de los ejes de una gran parte de su ficción es la dinámica de relaciones de poder que se establece entre una reducida nómina de personajes. En El trepanador de cerebros, su primera novela, se trataba de un grupo de outsiders: un enano que vendía su alma en eBay, un argentino con tendencias suicidas, dos hermanos gemelos que vivían del robo en grandes superficies (y su hermana pequeña, una especie de niña prodigio), un científico deforme y manipulador… Un incendio invisible y Cuatro por Cuatro, sus dos siguientes novelas, contaban con un protagonista que llegaba a un entorno nuevo (una residencia geriátrica y un colegio para niñas ricas, respectivamente) tratando de huir de un pasado del que no llegaban a conocerse demasiados detalles. Ambas se movían en un entorno enfermizo y simbólico, casi distópico, de chantajes, malentendidos y humillaciones de distinto tipo. En Cuatro por cuatro, especialmente, el protagonista debía aprender a desentrañar los códigos grupales de un centro de enseñanza en el que todas las relaciones se sustentaban en dinámicas de control y vejación (la estructura del texto reproducía de forma magistral esta búsqueda de sentido). Sin embargo, el antecedente más claro de Cara de pan lo encontramos en Cicatriz, que narraba la amistad entre una aspirante a escritora y el extraño admirador al que conocía en un foro literario de internet. Se establecía entre ellos una relación que subvertía nuestra idea del acoso y el control y creaba una decidida ambivalencia. El patrón se repite en Cara de pan: de algún modo, cada uno de sus dos protagonistas ejerce algún tipo de poder (no explicitado) sobre el otro: el Viejo podría avisar a los padres de Casi, o a cualquier autoridad, de que ella no va al instituto; ella, por su parte, podría denunciarlo a él or cualquier cosa, sin pruebas, y su versión recibiría el respaldo inequívoco de su entorno.

Otro de los ejes temáticos y estilísticos de la obra de Sara Mesa es el mundo animal. Dos de los personajes de El trepanador de cerebros se dedicaban a la entomología, y la escena que desencadenaba el final de la novela (la separación del grupo de protagonistas) era la muerte violenta del gato de uno de ellos. También había animales, y un gato asesinado, en el internado de Cuatro por cuatro. En Un incendio invisible, donde también se establecía una relación extraña (y sospechosa, para los demás) entre un adulto y una niña, un perro (des)encarnaba la decadencia de toda una ciudad. En el caso de Cicatriz, Verdú, la pareja del personaje principal, era ornitólogo, como el Viejo (y en la novela también aparecían otras referencias a animales, reales o metafóricos, entre ellos un perro). En Cara de pan el simbolismo animal es mucho más transparente. Cuando los dos protagonistas hablan de pájaros, el lector entiende que están hablando sobre la sociedad en la que les ha tocado vivir. En uno de sus encuentros, el Viejo le explica a Casi:

Entre los pájaros, o al menos entre algunas especies, también hay dominantes y dominados. No es una decisión que ellos tomen con libertad: es la misma naturaleza la que los marca al nacer, ¡vienen con un plumaje diferente! Ni que decir tiene que los dominantes son los que se llevan el bocado más rico y las hembras más sanas, los que deciden cuándo volar y dónde ha de seguirlos la bandada. En un experimento, unos científicos se preguntaron qué pasaría si camuflaban a los más débiles, haciéndolos pasar por dominantes. ¡Les tiñeron el plumaje para enmascararlos! Pero no valió de nada. La misma actitud de los farsantes los delataba; no era una cuestión de plumaje, sino de aplomo.

Entre Cicatriz y Cara de pan, Sara Mesa publicó un libro de cuentos, Mala letra. El texto que cerraba el volumen, y que puede entenderse como una poética, tenía un título elocuente: «Mustélidos». En el relato, un chico y una chica que apenas se conocen y que han viajado a otra ciudad para una reunión de trabajo pasean por un museo de historia natural. Ella escribe «en sus ratos libres» y ha publicado un libro de cuentos, que él ha comenzado a leer (aunque ella no lo sabe). Ambos conversan acerca de lo que ven en el museo, mientras el personaje masculino trata de conciliar a la persona que tiene frente a él (curiosa, un poco distante, aparentemente superficial) con la autora de unos relatos inquietantes, incómodos, turbadores («historias horribles de suicidios y de depresiones y de incestos»):

¿Y qué era lo que le interesaba a ella? ¿De verdad le gustaban aquellos animales disecados? ¿Simplemente por sí mismos o es que le funcionaban como símbolos? ¿Había símbolos en sus cuentos? ¿Símbolos que él no había sido capaz de descubrir? ¿Qué trataba de decir exactamente con sus historias? Él había sentido al leerlas que se le escapaba algo, pero tenía la sospecha de que lo que se le escapaba no era nada claro, ni definido, ni siquiera voluntario. O quizá ella jugaba al juego de lo equívoco como un simple adorno, para darse importancia.

No sabemos el nombre del protagonista masculino de este relato. En cuanto al personaje femenino, la única vez que su compañero la llama por su nombre, Nuria, ella se vuelve «con un gesto de contrariedad, como si la hubiera tocado», y él tiene que contenerse para no volver a hacerlo. Muchos personajes de la obra de Sara Mesa renuncian a su nombre (o se ven privados de él) en un gesto activo o pasivo de despersonalización. El cambio de nombre actúa al mismo tiempo como posibilidad y como amenaza: posibilidad de escapar de las expectativas ajenas, pero también amenaza de negación de la personalidad. Uno de los protagonistas de El trepanador de cerebros respondía al nombre de Chamán, pero utilizaba otro nombre, su nombre “real”, en los periodos que pasaba con su familia burguesa. La niña de Un incendio invisible se presentaba como Miguel, ante el desconcierto del protagonista de la novela y del propio padre de la niña. En Cicatriz, uno de los dos protagonistas se hace llamar Knut Hamsun en los foros de internet en los que conoce a Sonia, y mantiene este nombre ante ella durante toda su relación. En el caso de la novela que nos ocupa, la niña es Casi en su relación con el Viejo (y con el lector) y Cara de pan ante las compañeras que la acosan en el instituto (los motes ofensivos también tenían una fuerte presencia en Cuatro por Cuatro: la Culo, la Poquita, el Guía).

El Viejo es aficionado a la ornitología, pero también es un fanático de la música de Nina Simone. Ha leído varias biografías, conoce los detalles de cada grabación, incluso ha memorizado las letras de sus canciones, a pesar de que no sabe inglés. La figura de la cantante estadounidense es ambivalente: encarna la diferencia, el miedo de la sociedad ante las personas que no se ajustan a los patrones establecidos, pero también es ambigua, víctima y verdugo tanto en la industria musical como en las relaciones con su entorno familiar (sufre la violencia de su marido, pero al mismo tiempo la ejerce sobre su hija). La devoción del Viejo por este personaje roza la inverosimilitud (el lector no termina de creer, por ejemplo, que en algún momento le hable a la niña con familiaridad de una anécdota de Nick Cave), pero funciona en el pacto de la fábula, al igual que las referencias a esos «policías de la mente» de los que el Viejo habla una y otra vez.

Otro núcleo de la narrativa de Sara Mesa, que no puede separarse de los anteriores, es el de la falsificación. Los personajes de El trepanador de cerebros falsificaban títulos académicos, y el protagonista de Cuatro por cuatro se hacía pasar por otra persona, cuya identidad suplantaba en el colegio en el que ejercía como profesor. En Cara de pan, Casi envía una solicitud de traslado a su instituto para que el centro no se preocupe por su ausencia y no se ponga en contacto con sus padres. Más adelante, le propone al viejo que la ayude a falsificar un expediente para mantener la ficción, pero él le aconseja que se limite a «no hacer nada». Es precisamente en las referencias más patentes al estatuto de la ficción (otra forma de falsificación, o de “cambio de nombre”) donde la novela despliega todas las implicaciones que ya hemos apuntado. Casi escribe un diario en el que transforma su relación con el Viejo. Aunque no se muestra de forma explícita, sabemos que este texto materializa de algún modo las expectativas sexuales a las que está sometida la protagonista: «Cada página que escribía en su cuaderno era un pasito seguro hacia su condena. A medida que fabulaba, la realidad se le escapaba de las manos. Mientras modificaba al Viejo, lo destruía». Según el diario de Casi, por ejemplo, una de las mañanas que pasó con el Viejo la dedicaron a consumir «champán, cocaína y salchichas», en una ficción que procede, a su vez, de una de las anécdotas que él le ha contado acerca de Nina Simone (del mismo modo, el protagonista de Cuatro por cuatro escribía un diario que se incluía en la novela y trataba de descifrar un manuscrito del profesor que lo precedió en el colegio, que también formaba parte del tejido textual y que no era sino una proyección estilizada, “literaria”, de los sucesos que ocurrían en el centro).

La aparición del diario, tan arriesgada como recurso técnico en una novela, permite comprender el alcance del relato: su defensa de la diferencia es, al mismo tiempo, una apuesta clara por la imaginación como forma de escapar al control moral de la sociedad. La ficción es un terreno de libertad absoluta en el que incluso lo terrible es (y debe ser) posible. En ese sentido, Cara de pan supone un alegato contra el puritanismo generalizador (o contra la generalización puritana) que amenaza la existencia de la propia ficción. Puede entenderse, incluso, como una relectura polémica de dos mitos de la modernidad que han sido sometidos al escrutinio de la crítica feminista: el Pigmalión de George Bernard Shaw y la Lolita de Nabokov. En cierto modo, la ficción es (puede ser) nuestra forma de caminar «en sentido contrario».

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