El temblor infinito

Oriette D’Angelo

Jacqueline Goldberg. El cuarto de los temblores. Caracas: Oscar Todtmann Editores. 2018.

Jacqueline Goldberg escribe sobre la memoria y el cuerpo. Así lo demuestran varios de sus libros publicados hasta ahora, donde a través de distintos registros la autora construye un matiz que busca explicar diversas condiciones y dolencias. Ahora fue el turno del temblor, eco primigenio que surgió por primera vez en su libro Luba (1988), reunido en Verbos predadores y publicado por Ediciones Equinoccio en el año 2007: «hay un sitio atado a su carne/ sitio de temblores/ y mujeres felices// donde nada recuerdan». El segundo libro en recoger los temblores de Jacqueline Goldberg fue precisamente Verbos predadores, publicado también en el volumen que recoge su poesía completa hasta el año 2007: «El poema estuvo en mi temblor desde el principio,/ desde el fin del principio,/ cuando crecía y destruía a la vez». Luego de la aparición de este verso, hubo un silencio literario de la autora con respecto al temblor hasta el año 2018, cuando Goldberg decidió publicar El cuarto de los temblores en la venezolana Oscar Todtmann Editores.

El libro está dividido en cuatro partes y comienza hablando sobre los rasgos primigenios del temblor: «El temblor me antecede. Proviene de una catástrofe trazada sin margen, sin nombre, sin fe.»  En esta sección, Goldberg se afinca en la búsqueda de una herencia que nombre sus gestos. Se encuentra, al contrario, con médicos que miran asombrados las manos de la niña que tiembla. Su temblor, aparentemente sin raíz, es motivo de cuantiosas visitas médicas que así lo confirman. Los padres de Goldberg miran el temblor, aterrados. Buscan curas, médicos, brujos y clases de música que obliguen la rectitud de las manos. Luego del fracaso, la aceptación.

¿Podrá Jacqueline Goldberg dejar de temblar?: «Temblar es empeoramiento/ moverse sin destino.» La autora se obsesiona con el paradero de las extremidades superiores y ejecuta una cronología de historias de trasplantes de manos y de brazos. Nos cuenta la historia de Veza Canetti, quien no tenía una mano, detalle que su marido Elias Canetti rogaba se mantuviese oculto. También cuenta la historia de Juan Domingo Perón, cuyo cadáver fue profanado en 1987 y sus manos amputadas. Goldberg se afinca en las manos ajenas para intentar explicar las suyas. Asume la negación de su herencia palpable para soñar con otras manos, con prótesis de metal que no tiemblen. Con respecto a las suyas, sentencia: «Tuve bonitas manos. Alguna vez pensé que, si no temblasen, serían fotografiables. Ya no. Están mapeadas por venas y precariedades. Y tiemblan». Aun así, la portada de El cuarto de los temblores es una fotografía de sus manos tomada por la fotógrafa venezolana Andrea Daniela. En la foto, las manos de Jacqueline no tiemblan. Estáticas, anuncian que el temblor estará contenido en las páginas.

Con el temblor llegó también la escritura: «Escribir a mano es tortura. Duele». Si en páginas anteriores la autora se cuestionaba el temblor de unas manos trasplantadas o el posible temblor de la prótesis, aquí Goldberg confirma que no es la mano, sino lo que pueden lograr las manos, lo que anhela: «La máquina de escribir es la prótesis anhelada». Ahora sus dedos pulsan teclas. La máquina de escribir recoge sus señales para transformar el sismo interior en palabras. De esta forma, Goldberg empieza a domesticar el temblor a través de la escritura. Sin embargo, los intentos por frenarlo nunca paran, apareciendo así medicinas que prometían mejoras y pulso estático. Haldol, sugieren algunos. Rivotril, otros. Los efectos secundarios son palpables: la autora tiembla menos, pero ahora tiene sueño. Luego de varios años tomándolo, decide dejar el Rivotril el 5 de septiembre de 2016: «Preferí la voluntad, decir “lo dejé, no me lo quitaron”». La crisis económica de Venezuela hace que adquirir medicinas ya no sea tan sencillo. Médicos y pacientes se lanzan a la caza de preciadas sustancias. De esa y de otras, pero la búsqueda casi siempre es infructuosa. Con el síndrome de abstinencia, llega también el temblor originario.

El cuarto de los temblores busca darle nombres propios al temblor. La autora, por su parte, cataloga el suyo como huérfano. En 1998, el neurólogo Roberto Weiser bautiza su enfermedad: distonía mioclónica, un trastorno del movimiento que se caracteriza por sacudidas y tensiones musculares repentinas. Allí, el origen, un nombre por primera vez. Con el nombre propio viene también el miedo de la posible transmisión a su hijo. ¿Es su temblor hereditario?: «Dice el médico que no seré culpable de futuros temblores –toda madre es culpa–». Goldberg repasa estos intentos por nombrar y por satisfacer los incesantes cuestionamientos ajenos: «El temblor hace acto de presencia en cenas refinadas, preciosas tazas de té». El peso del estruendo la obliga a tener que dar títulos para justificar el rugido que tienen sus manos cada vez que intenta sostener los cubiertos. Sin embargo, dentro de la autora se cuece todavía la duda del origen, la imposibilidad de causa. Sus dedos repasan otros temblores, calambres, terremotos, enfermedades y ciudades del mundo cuyos nombres provienen del acto temblar, como por ejemplo el Temblador en el estado Monagas al sureste de Venezuela o el Tremor de Arriba en León, España. A los nombres de las ciudades también le llegan distintas lenguas. Trembling. Vi trembler. Tremito. Zittern. Todo intento por nombrar sigue valiendo la pena.

Jacqueline Goldberg muestra sus costuras investigativas en El cuarto de los temblores, hilos propios de su trabajo como escritora de poesía documental. El libro es también un compendio que reúne voces ajenas que se apropian del estremecimiento. Autores como Sándor Márai, Fabio Morábito, Clarice Lispector, Juan Villoro y otros fungen como ecos que le recuerdan a Goldberg que su temblor también es merecedor de un sitio y que ahora un libro se apega a esta tradición para saldar la deuda de su propia historia. Junto a la prosa y la poesía, se asoman fragmentos de canciones de artistas como Soda Stereo, Rubén Blades, Daddy Yankee y Carole King. Todos cantando acerca del temblor.

La última parte del libro comienza con un rezo: «Misericordia, Señor./ Aplaca, Señor, tu diestra,/ tu siniestra y mi temblor./ Por tu purísima sangre,/ quietud te pido, Señor». Goldberg cuestiona si ha de rezar para curar el temblor, si ha de invocar a los santos y ofrecer tributos para que el cuerpo pare de agitarse. ¿Será rezar el cierre necesario? La autora vuelve a la escritura como único motor posible: «He escrito un libro sobre el temblor./ Tiemblo./ Aún tiemblo». El cuarto de los temblores resuena en cada una de sus páginas desde los espacios de la intimidad y la confesión. Es, también, un libro que expone la cualidad transgenérica que tanto explora la autora en sus libros. Poesía, prosa, narrativa y ensayo conviven en estas páginas para ofrecer un compendio de voces que intenten explicar el trepitar de sus manos.

De esta manera, Jacqueline Goldberg se apega a una tradición de escritoras que relataron y exploraron a través de distintos géneros las enfermedades que las aquejaban. Virginia Woolf, cuyo trastorno bipolar invadió gran parte de sus malestares diarios; Joan Didion, quien cada tanto no duda en hablar de las migrañas que padece como la forma más cruel de oscuridad. Esto, por nombrar a algunas de ellas. Tradición de mujeres que también hacen eco en este libro. Con El cuarto de los temblores, la autora continúa siendo fiel a su voz literaria. Esa que busca tejer y destejer los hilos conductores de su infancia y de su historia a través de los espacios más íntimos del cuerpo.

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