El palacio

Mario Bellatin

¿Quién es el fámulo? No lo sé bien. Puede tratarse de un ser ausente, algo que suele irrumpir en trances como el actual, en que he decidido dejar la escritura por completo. Su figura aparece y desaparece de manera constante. Por eso se me hace difícil describírtelo. Sin embargo, espero ofrecerte detalles de la angustia que me causa su desaparición. Aunque haya transcurrido el tiempo necesario no puedo dejar de añorarlo. Seguramente iba a terminar asesinándome luego de coser con afán los orificios de mi cuerpo. Deseo de todo corazón que esté aquí conmigo una vez más. Para siempre junto a mí. A pesar de que para entonces me encuentre cosido y envuelto como un paquete destinado a la nada. Inmerso en una muerte desde la cual soy capaz de verte y escucharte mientras continuamos nuestra conversación. Obligaba al fámulo a mantenerse sumergido en el fango donde se levantaban los edificios donde vivíamos. Y sucedía siempre que, mientras lo iba sometiendo, arrancaba de cuajo su cabeza para girarla y tenerla frente a mí. Boca con boca. Abiertas las dos de manera exagerada. Buscaba sentir su olor, su aliento, que se volvía único al mezclarse con el fango verde. Un barro que no había tenido más opción sino tragar. El olor era similar al que empezó a dispersarse por nuestra ciudad de origen luego de los bombardeos finales. Hediondos ambos. El fámulo y las ruinas del lugar donde nacimos. No lo deseo decir, menos escribirlo, pero te veo allí. Tú y yo, un par de combatientes en una ciudad destruida. Te reconocí en medio de la turba dispuesta a apedrearme. Vi que llevabas también una piedra que nunca arrojaste. Esa piedra te permitió engañarlos. Hacerles creer que eras parte de quienes deseaban castigarme por alimentar a un soldado extranjero. Te seguí luego sin preguntar a dónde. Me llevaste al taller de un herrero, a quien logramos convencer de que nos ayudara. Iban detrás nuestro Puercoespín y Perezvón, los que intentaron atacarlo cuando soltó el primer martillazo sobre nuestros dedos. El herrero borraba nuestras huellas con el fin de que huyésemos sin trabas del desastre causado por el enemigo. Los edificios hechos polvo. Ancianos y niños moviéndose entre escombros, deshaciéndose con premura de los cadáveres, de los restos de los cuerpos. De los edificios sólo quedaban las fachadas. Las ventanas, sin interior ni exterior, sujetas entre dos nadas. Imágenes vivas de nuestra derrota. Ahora nos salva la distancia. La imposibilidad del reencuentro. No deseo seguir escribiendo, te lo he dicho ya. El fámulo me abandonó. He sido víctima de la derrota final. No quiero mantener tampoco ningún vínculo con Legión, con esos ojos que tratan de descifrarme en cada texto en el que me expongo. Tú y yo mantenemos este diálogo como si nada fuera de orden hubiese sucedido. Una conversación que va transcurriendo en un presente continuo donde trato de describirte la naturaleza de los fámulos que cada cierto tiempo suelen aparecer sin más. De aquellos entes que son capaces de realizar las cosas a la perfección y al mismo tiempo causar los destrozos más absolutos. Mientras me escuchas confío en lo que tratas de decirme. Te oigo. Acepto la decisión que tomaste de cambiar de vida por completo. Tu deseo de empezar de cero. En el puerto donde nos separamos comprendí que ninguno de los dos iba a cumplir con el juramento de volver a la patria cuando la situación se normalizara. Acababa de ocurrir el ajusticiamiento principal, estaban recién en la plaza los cuerpos sangrantes de quienes habían sido nuestros amos y ya nosotros habíamos tomado la decisión de marcharnos. Ni siquiera nos preocupamos de Puercoespín y Perezvón. Confiamos en la Cruz Roja, que prometieron enviárnoslos una vez establecidos en nuestros nuevos lugares de residencia. Te reitero que creo en la pertinencia de la tarea mística que te han encomendado. Eso supongo mantendrá satisfecho a Legión, de quienes no deseo ahora hablar, menos ahora que he tomado la decisión de no escribir más. Me convence la honestidad de la nueva vida espiritual que veo pretendes llevar. Advierto que tratas sea armoniosa tu relación con el discípulo con quien arreglas los jueves la mezquita. Confío en que me dices la verdad cuando me informas que esos días te haces cargo del centro de oración al que perteneces. Imagino que se esmeran en dejar todo listo para la visita de los derviches. Me tranquiliza saber que acostumbras a arribar cuando empieza la noche. Que llevas siempre contigo un ramo grande de flores, dos docenas de varas de incienso y algunos atados de hojas de té de limón. Imagino que apenas llegas lo encuentras allí. Que su presencia permite darle un nuevo impulso a tu compromiso. Sin embargo, intuyo también una motivación no correcta en tu conducta. Sé que lo imaginas de rodillas solicitándote cosas impropias. Seguro lo vas a negar, me vas a decir que ahora eres un místico, pero estoy convencido de que jamás alcanzarás del todo la vida que pretendes asumir. Cada jueves el joven ayudante ya se encuentra presente. Trata, diligente, de llevar adelante sus tareas. Han dispuesto que se haga cargo de las alfombras, de los cojines y de los asuntos relacionados con el servicio del té. Es evidente que cambias de actitud ante su presencia. Suele abrirte la puerta con la escoba en la mano y tú, en cuanto lo ves, bajas la cabeza, murmuras algo ininteligible y te quitas los zapatos en silencio. Lo haces apartándote hacia una esquina. No deseas que vea tus pies de anciano. Tus dedos retorcidos y con protuberancias. Prefieres además no contemplar del todo su silueta. Lo imagino a tu alcance, como si fuera una prueba que debieras superar. Te encuentras en una situación similar a la que debió enfrentar Orígenes, aquel Padre de la Iglesia, quien hubo de recurrir a una acción extrema, emascularse, para alejar de sí toda desviación de conducta. Seguramente has dejado a Puercoespín y a Perezvón sujetos a un árbol cercano. Deben continuar pacientes soportando la espera del tiempo necesario. Te preocupa lo que piense el joven discípulo de tu persona, de tu olor, de la calidad de tu ropa, pero principalmente de la apariencia de tus pies. Te inquieta que descubra además las intenciones que tratas de ocultar. Conozco tu inseguridad, tu culpa, tu vergüenza, y cómo ello no te permite alcanzar la serenidad que buscas. Te inquieta tanto su opinión y no poder disimular lo que realmente deseas, que al ingresar a la nave central le hablas casi sin pensar. Le relatas un viaje extraño, no se sabe si cierto, una travesía absurda, la de ir en busca de los restos mortales de un niño asesino, en lugar de referirte, por ejemplo, al Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar, diario que hace mucho escribió un poeta ciego que sólo antes de morir descubrió que sus fámulos, sus verdugos, fueron sus propios discípulos, quienes lo mataron sin más una noche cualquiera. Quizá hubiese sido más oportuno hablarle en ese momento de algunos aspectos del triste destino de Orígenes. Lo menciono porque un estudiante de filosofía que me visita en las tardes cree que Orígenes deber ser sacralizado. Aquel estudiante piensa que alguien que se corta de tajo los testículos, como lo hizo Orígenes, que se emascula para ser ajeno a cualquier tentación, no puede ser sino considerado un santo. Ahora vivo en México, donde instalé un salón de belleza que se convirtió con el tiempo en un lugar propicio para morir. Recibo de vez en cuando las visitas de un filósofo en ciernes, quien aparte de dedicarse a sus estudios universitarios acostumbra a recorrer de noche la ciudad. Fui también dueño de un fámulo que al final escapó, y eso hace que ahora me sienta incluso peor a cuando te vi con la piedra en la mano. Experimento algo más profundo a la angustia que nos causó separarnos de Puercoespín y de Perezvón con la esperanza de que nos los enviaran una vez que halláramos un lugar seguro para vivir. Al llegar a México sentí un repentino interés por los acuarios. Una pasión que me llevó a engalanar el salón recién adquirido, mi futuro medio de subsistencia, con la mayor cantidad posible de peces. Mi arribo a México y el tuyo a la Argentina ocurrió cuando no eras todavía el monje de bajo perfil en el que te has convertido. Ahora estoy como ves desesperado. Tanto por la huida del fámulo como por la conciencia de que no nos volveremos a ver. También por haber dejado atrás el ansia de enfrentar a Legión. Aunque la principal razón de mi estado, estoy seguro, proviene de mi capacidad para apreciar la realidad desde este extraño bulto en el que me he convertido luego de haber sido cosido y envuelto por el fámulo. Un curioso punto de vista. No te lo quiero decir, pero lo sodomizaba en las zonas más oscuras y pantanosas de los edificios en construcción donde nos fuimos a vivir. Se mantenía en la misma posición durante varios minutos seguidos sin respirar. Te lo digo aunque no es mi intención quebrantar el momento místico en el que sé te encuentras inmerso esta noche. Acabas de sentar a tu lado al joven discípulo. Observo que ya han colocado las flores en el lugar adecuado. ¿En todos estos años has podido leer algún libro? Te lo pregunto así, de manera brusca. Dudo que lo hayas logrado. Sé que casi no sabes leer ni escribir. Yo tampoco. Por eso no te debes haber enterado de la existencia de un escritor, uno entre otros, que murió al lanzarse del séptimo piso del asilo donde estaba recluido. Cayó al vacío por tratar de alimentar a las palomas quietas en la cornisa de su ventana. Tampoco debes haber sabido de la existencia de otro autor, quien después de escribir el diario de un suicida, acabó disparándose en la sien. Lo hizo en una de las salas de la institución donde impartía clases. Algunos escritores han podido describir la forma en que llevan a cabo sus venganzas los fámulos que aparecen de pronto en sus vidas. Aquellos entes que son capaces de hacerlo todo bien hasta que de pronto producen el caos más absoluto. Muchos autores han escrito los trances por los que han debido de pasar, aunque otros no han sido conscientes de su presencia y sucumbieron sin más. Hay testimonios de las torturas a las que me iba a someter ese fámulo aparecido de la nada. Existe el caso singular del místico Muzafer Efendi, cuyo fámulo apareció por primera vez bajo la forma de un Muhad, un facilitador de muertes ajenas, minutos antes de su deceso. En cuanto al mío, supe por primera vez de su existencia por un mensaje que me llegó a mitad de la noche. Un aviso que llegó junto a una foto donde se representaba como un ser propio de zonas nativas. Señaló que me ofrecía su cuerpo para lo que desease. Seguramente advertí, ya entonces, que con el pasar del tiempo me iba a atar con fuerza una noche cualquiera. Sufriría cosas peores a las que tuve que soportar luego de los bombardeos finales que acabaron con nuestra ciudad de origen. Al destruirnos las manos en el herrero quisimos aliarnos al otro bando, el de los vencedores. Deseamos hacernos pasar por víctimas de nosotros mismos. Lograr de ese modo no ser ejecutados y cumplir con nuestro deseo de escapar lo más pronto posible, exiliarnos de aquel horror. Aunque jamás imaginé que después de las escenas de las que huimos acabaríamos viviendo en condiciones igualmente violentas y que, además, años después se me presentaría sigilosamente un fámulo para cumplir con un rol cuya naturaleza se pierde en el tiempo. Eso sí, nunca pensé que me ataría después de dejarme inconsciente con un colirio que me suministró por vía oral. Tampoco que me cosería, con delicadeza, la totalidad de los orificios del cuerpo. Te aseguro que ahora, a pesar de encontrarme de este modo, cosido y envuelto, puedo seguir imaginándote como un anciano de pies añejos, como un sujeto que busca en sus visitas al centro de oración la manera de corromper a un discípulo. Ya solías hacerlo cuando éramos milicianos. No te quiero imaginar ahora, envejecido, urdiendo seguramente métodos cada vez más retorcidos. Nunca sospecharía que al llegar a mi destino iba a ser propietario de un salón de belleza convertido con el tiempo en un moridero. Cierta vez escuché entre los huéspedes murmurar que el mejor sedante es un colirio que se vende libremente en las farmacias. Una sustancia fácil de conseguir y capaz de causar efectos impresionantes. El par de huéspedes añadió que debía suministrarse en dosis adecuadas. Un mínimo fallo era capaz de producir la muerte inmediata. Les agradaba narrar la vez en que asesinaron por error a un par de enanos de un circo de los alrededores, quienes una noche los abordaron para solicitarles un servicio sexual. Les administraron el colirio en el cuarto de hotel no para matarlos, sino con la intención de robarles antes de partir. Tengo por regla no interactuar con los huéspedes. Trato de no intervenir en las historias que se cuentan entre ellos. No tengo tiempo ni ánimo para hacerlo. Pero la información del colirio como sedante y mortífero fue tan conspicua que se me quedó grabada. El fámulo me lo administró sin que lo advirtiera. Siento a la perfección las suturas en el cuerpo. Primero los ojos, los párpados. Luego las fosas nasales. Las orejas. De allí la boca, los labios traspasados por el hilo y la aguja. Con otra punta, aún más grande y afilada, el glande sellado. El ano, punto por punto, hasta formar una amalgama de piel flexible. El fámulo tenía que ser hijo de alguna mujer como las que se describen en ciertos capítulos del Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar. Madres cuyo futuro se anula cuando paren hijos con alteraciones de algún tipo. Pienso en la mía propia, quien poco después de mi nacimiento me llevó a unos baños públicos para que otras mujeres observaran el tamaño anormal de mis genitales. A cambio de la exhibición recibía caramelos, monedas o pulseras de plástico. Compañero de milicia, no deseo hablar, menos escribir, no tengo la menor intención de enfrentarme a Legión, sin embargo no quiero dejar de agradecerte que hayas comprendido las razones que tuve para alimentar a tus espaldas a un soldado extranjero. Nunca dejaré de mostrar tampoco mi gratitud por haber aparecido de pronto con una piedra en la mano. Estoy seguro de que sentiste algo especial por mí. Me lo confesaste en el puerto donde nos separaron. No nos hemos vuelto a ver. Repito que no es mi intención perturbar la paz mística en la que ahora estás envuelto. Es más, quiero mantener el más absoluto silencio. No deseo que desatiendas a tu joven discípulo, a quien le cuentas acerca de la travesía que emprendiste en un pequeño barco de carga en busca del cadáver de un preso. Sólo tú y yo podemos entender la preocupación que te causa la presencia de un joven aspirante al que has sentado cerca. Espero que al tenerlo de ese modo no pierdas la compostura y continúes comportándote de acuerdo al tipo de vida que pretendes ahora llevar. Descuida, no te voy a contar la manera en que los fámulos cubren con distintas telas el cuerpo sellado con el hilo y la aguja. Nunca se trata de un solo lienzo. Tienen que ser varios. Uno encima del otro. Se hace luego un paquete, que es envuelto a su vez en fundas de plástico. Allí estoy yo, convertido en un despojo humano, con todos mis orificios sellados. Me duelen las orejas. Envuelto y vuelto a envolver mientras el joven discípulo escucha el relato de un viaje en barco en busca del cuerpo de un niño asesino. Esperemos con fe a que hierva el agua del té que tomarán más tarde los fieles de la orden. Imagino que a pesar de mi silencio intuyes que me encuentro en mi estudio de escritor en la Ciudad de México, al lado de Puercoespín y de Perezvón, los eternos ángeles tutelares. ¿O ellos están contigo? Redacto este texto mudo, de despedida, en mi mesa de trabajo. Entre otros temas describo cómo un anciano y su discípulo esperan a que hierva un agua que quizá nunca nadie llegará a tomar. Reviso además fragmentos de mis propios libros. A veces suelo pensar que fue verdadera nuestra visita a casa del herrero. Mis manos siguen destrozadas. Con el paso del tiempo se me dificulta por eso manipular los cuerpos enfermos que tengo a mi cargo. ¿Tus manos te permiten tratar con delicadeza los floreros de la mezquita? No olvides que en un principio no éramos nadie. Ni yo el dueño de un salón de belleza, ni tú el monje de bajo perfil que pone en orden los jueves una mezquita. Recuerdo que hace mucho algunos parientes trataron de consolar a mi madre. No por tener el ano cosido con delicadeza, sino por una creciente dificultad para respirar que presenté en mi niñez. La consolaban diciendo que el asma desaparecería una vez alcanzado el desarrollo. Nunca te conté que haber escrito desde niño en una máquina de escribir Underwood 1915 logró que disminuyera la creciente dificultad respiratoria que experimentaba entonces. Pero tanto tú como yo sabemos que eso tampoco es verdad. Que nunca practiqué escritura alguna. Jamás tuve una máquina adecuada. ¿Recuerdas? En ese tiempo casi todo nos estaba vetado. No olvides que provenimos de familias infames, que antes de que se desatara la guerra me obligaban a pasar buena parte de mi infancia encerrado en un sótano. Que mi hermana era desproporcionada y que mi hermano alcanzó una altura tal que era difícil evitar que se golpeara contra el cielorraso. Recuerda que ahora vivo rodeado de tumbas clandestinas, que siguen apareciendo tanto alrededor de la construcción de edificios sobre aguas hediondas y pantanosas que habité junto al fámulo, como en las cercanías del salón donde atiendo a mujeres que buscan a como dé lugar algo de belleza. Mi único consuelo es ver correr a mis galgos, la única raza aceptada como sagrada en el Islam. El perro que no es perro sino un Regalo de Dios. ¿Nos es ajeno el Corán? Seguro que lo es para ti. También, obviamente, la teología de los dioses precolombinos, cuyas manifestaciones se nos presentan de manera cotidiana sin que ni siquiera lo advirtamos. Vivos habitando sobre los muertos, muertos sobre los vivos, muertos enterrando a sus propios muertos, muertos desenterrando a sus muertos. Quizá el único libro tutelar con el que contamos sea El Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar, aquel que escribió un poeta ciego mientras deambulaba sin rumbo. Tienes razón en lo que me vas diciendo y no debo hacer caso excesivo a la salud de los huéspedes. No debo preocuparme por los moribundos que mantengo. Aunque lo que debemos hacer realmente es olvidar nuestros dedos destrozados. Quiero que sepas que soy sincero cuando te digo que me da gusto que te encuentres junto al joven discípulo. Mientras el agua hierve le vas describiendo la experiencia por la que atravesaste al navegar en busca del cadáver de ese niño. Tu relato, lo sabemos, no transcurre en un tiempo definido. El agua que se ha puesto al fuego para el té de los fieles parece no hervir jamás. No regresaremos nunca a nuestra tierra de origen. Supongo que tienes conciencia de que ya no tenemos tiempo. De que no estamos capacitados para cumplir con nuestro juramento de burlar a las fuerzas de ocupación. No puedo olvidar la prestancia que mostrabas en todo momento. Supongo que mantienes todavía esa imagen. Así te veo cuando me cuentas que te has ofrecido para poner en orden el centro de oración antes de que los adeptos arriben a celebrar el rito acostumbrado cada jueves. Yo sólo puedo contarte que instalé un salón. No, no es tan funesto como lo imaginas. Quizá sea una manera de exorcizar los años que pasamos juntos, aunque creo que es el momento adecuado para retractarme de las cosas que te he estado diciendo. Tengo que ser fiel a la franqueza que siempre nos ha caracterizado e informarte que jamás he sido dueño de ninguna propiedad, menos de un lugar acondicionado para que la gente pase sus últimos días. Imaginar algo semejante sólo puede ser consecuencia de un ejercicio como el mío, el de escritor, y del trauma que me produjo el juicio público al que fui sometido después de la ocupación final. Ya no somos los mismos. No te debe sorprender que te hable de estas cosas, a pesar de que he decidido guardar silencio absoluto. He cambiado, te lo aseguro. Por eso no vas a recibir ninguna respuesta violenta de mi parte. No voy a considerar como un Profeta inadecuado a Mohammed, en quien afirmas ahora creer al punto de haberte vuelto un monje de bajo perfil. Es cierto, viví junto a un fámulo en una obra de edificios en construcción paralizada por asuntos de orden legal. El suelo era sinuoso. Agua, lodo, maderas podridas, ladrillo y cemento carcomidos por los hongos. ¿Hubo en realidad un infante asesino de cuyo cadáver tuviste que hacerte responsable? Siento que la mayoría de las veces me hablas como si realmente existiéramos. Como si esto fuera un diálogo habitual entre dos compañeros de guerra huidos de su país de origen. Por eso te cuento que poco después de llegar conocí a dos jóvenes que me sirvieron durante algún tiempo de ayudantes para montar el negocio que hasta ahora mantengo. Recibo también, como te lo he mencionado, las visitas de un estudiante de filosofía que mientras me habla va sacando los aretes, los lápices labiales y las pelucas que usará más tarde. Se quita luego los pantalones para irse colocando unas medias negras de nailon. Suelo ver, desde mi pequeña mesa de trabajo, cómo aquel estudiante se va transformando en la persona que corre distintos peligros en sus salidas nocturnas. Antes de partir para siempre, luego de suturarme y envolverme en decenas de mantas, el fámulo dejó amarrados a la reja del falansterio los perros que le había asignado cuidar. Pese a los años con los que cuento, los mismos que los tuyos, es vergonzoso no soportar el abandono de un ser así. De un fámulo que terminó conmigo de esa manera. Humillante también el embeleso que me causa la visita del estudiante, así como haber sentado de pronto a mi lado a un joven aprendiz de monje para narrarle aspectos de aquel viaje que emprendí para rescatar el cuerpo de un niño que mataba niños. No sé qué pensar de las cosas que nos estamos diciendo. Ignoro incluso quién le habla a quién. Mi estudio de escritor está ubicado a pocas cuadras del centro de oración. Aparte de los jueves, los derviches solemos reunirnos los lunes para intercambiar los sueños experimentados durante la semana. Me asombra comprobar cómo algo soñado por mí se complementa con lo soñado por otro. Me cuentas que se te suelen aparecer en aquellos sueños aves transparentes, hombres de largas barbas, seres degollados. Soñar con decapitados es una bendición según nuestra orden, me siento obligado a informarte. Habitas en un espacio donde los padres o los hijos de tus conocidos pueden ser asesinados a mansalva. Sobre sus cuerpos, luego de los crímenes, en señal de advertencia se acostumbra dejar carteles con frases intimidatorias. Habitas en un universo donde los hijos pueden cortar de tajo los pies de sus padres por politeístas. En un planeta donde el amor verdadero llega a tomar las formas más perversas, como que una madre muestre sin pudor los genitales de su hijo o que un fámulo zurza con cuidado cada uno de los orificios del cuerpo de su poseedor. Nunca llegaré a entender del todo esa fe que profesas, milenaria por lo visto. Me cuentas que de vez en cuando me hago presente en tu memoria, principalmente cuando junto a los miembros de tu grupo místico giran todos a la vez. Me aparezco con mis hilos y mis agujas colgando sin más. Entiendo que no comprendas del todo lo que trato de expresarte. No tiene importancia. Eso sí, te pido que insistas en repetirme la certeza de que la huida del fámulo es lo peor que me pudo haber sucedido. Me preguntas si creo que aquel ser buscaba mi aniquilación. Sabes que estoy acá, a muchos kilómetros de distancia. Tú te encuentras en tu mezquita, al lado de tu joven discípulo, por el que sientes un impulso que tratas de disimular. No te puedo contestar de manera rotunda. Sólo te puedo informar que ni siquiera las esporádicas visitas del filósofo que se traviste en las noches parecen traerme consuelo. Es momento de que me digas la verdad, que me convenzas de que jamás participamos en guerra alguna, que no hubo turbas empeñadas en lapidarme, que nunca emigramos, que no tuviste en ningún momento la intención de transmitirme nada en particular. No puedo creer que hayan sido suturados así los orificios de mi cuerpo, ni que ayudes a morir a desahuciados. Que te encuentres viviendo en una casa modesta tratando de embellecer a mujeres de escasos recursos. Tampoco que seas visitado por sueños místicos, ni por filósofos travesti, ni por peluqueros que adecúan salones de belleza para aquellos que no tienen dónde morir. Menos que estés convertido en un paquete por acción de un fámulo que huyó luego de darte a beber colirio. Me consuela saber que redactas un Ash Shahid, un diario espiritual que, como marca la tradición, todo seguidor de la Orden debe escribir para dejar registro de los niveles místicos por los que va transcurriendo su vida. Me alivia también que estés armando este relato, el que me estás contando, a partir de la reconstrucción de los sueños místicos de tus compañeros de orden. Empiezas describiendo cómo en tu infancia, antes de quedarte dormido en las noches, después de que tu madre durante la tarde te había mostrado desnudo en los baños públicos, solías imaginar escenas en las que aparecía una gran cantidad de perros. Esos canes casi siempre seguían un rastro. A veces las huellas de un maleante. Otras las de una niña perdida en el bosque. En ocasiones se te aparecía también un perro que aullaba y te conducía a alguna trampa colocada por un cazador en medio del campo. Pero el mayor gozo lo experimentabas cuando veías a los canes esperándote a la salida de la escuela. Obedientes, sentados en fila, cada uno mostrando un aspecto distinto. Algunos tenían orejas largas y colgantes, otros altas y puntiagudas. Apenas abandonabas las aulas, los perros te distinguían entre la infinidad de niños presentes. Sin embargo, al despertar en la mañana no encontrabas ningún animal cerca. Tus padres siempre estuvieron en contra de tenerlos. Eran adversos también a los libros en general, así como a las personas que basaran sus vidas en el pensamiento o en la reflexión. Tener un perro o un gato sólo podía ser fuente de problemas, y alguien que pensara en lugar de actuar era considerado un sujeto que desperdiciaba su tiempo. En las noches, acostado en tu cama oyendo a lo lejos los sonidos emitidos por tu hermana, una suerte de cántico, aparecían de pronto tus perros antes de que te quedaras dormido. Provienes de una familia malvada, funesta, miserable, lo has escrito en El Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar, tu Ash Shahid personal. Antes de abandonar a la familia, tu padre solía encerrar a los integrantes en el sótano durante días enteros. Tu madre les cocinaba cualquier cosa con tal de salir del paso. Estaba acostumbrada a hacerlo de esa manera, pues en casa de tus abuelos, que era también la trastienda de un horno para cerdos, comían sólo lo necesario para sobrevivir. Tus hermanos eran deformes. Algunos carecían de uno o de más dedos. Tenías una hermana que en lugar de boca poseía una trompa como la de un elefante. Otro era tan alto que siempre debía andar con la cabeza agachada, sobre todo cuando se encontraban en el sótano bajo las órdenes estrictas de tu progenitor. Oías desde temprano los sonidos guturales con los que tu padre anunciaba el día. Tu madre le hacía coro. En realidad, daba gritos matutinos afirmando que esa no podía ser su familia. Que sus verdaderos retoños eran bellos y completos y no los monstruos que estaba obligada a alimentar. Acto seguido regaba azúcar en el patio con el fin de que se llenara de las hormigas que luego les daría para desayunar. No es malo comer insectos, afirmas en el Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar, lo importante es saberlos cocinar. Dices que con frecuencia te llegaba un susurro: “escápate, escápate”. No podías tomarlo en cuenta. No contabas con ningún lugar adónde ir. De vez en cuando tu hermana hacía sonar su trompa de manera armoniosa. Te agradaba escucharla. Mientras la oías le ibas curando a tu hermano las heridas que se causaba en la cabeza. Dentro de todo, lo afirmas en el Cuadernillo que quieres hacer pasar como tu diario espiritual, como tu Ash Shahid, eras de algún modo feliz. Aunque sentías que algo te faltaba viviendo en esas condiciones. No era solamente la luz del día que se te negaba de manera constante. Tampoco la carencia de agua potable. Tomaban agua de lluvia, un vaso por día, que tu padre recolectaba en un inmenso tanque de latón. Ese relato termina cuando mencionas la vez que encontraste en una esquina de ese sótano una antigua máquina de escribir. La Underwood portátil modelo 1915 de la que ya me has hablado en otras ocasiones. Como la mayor parte de tus hermanos, tú tampoco naciste completo. Fue el motivo por el que desde niño empezaste a teclear utilizando tan solo un dedo. Lo primero que hiciste fue redactar un libro de perros. Escribiste luego cinco textos. En el primero aparecía una mujer mayor, Rita Rojas, quien cierta noche salió de un baile acompañada de un hombre cuyo único interés era robarle el televisor. Recuerdas otro en el que los protagonistas eran unos ratones que intentaban crear un nuevo sistema político. Guardas memoria también del más importante, de aquel que relata la historia de Bernardo Chafloque, un obrero beato que tenía a su cargo una madre paralítica que termina devorada por sus gatos. En el Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar dejas consignado que poco después de escribir esos relatos abandonaste la casa familiar. Tuviste que pasar por agobios para salir adelante. Aparte de las limitaciones económicas, nunca te abandonó un pertinaz mal en los bronquios. Publicaste algunos libros, conseguiste un número de lectores, la horrorosa Legión, que trajo consigo la aparición de editores, agentes, críticos, traductores, distribuidores, premios, que te llevaron incluso, en cierta ocasión, al banquillo de los acusados de un tribunal. Sabes que soy escritor. Que, entre otros libros, hay uno donde se describe a un peluquero. Ese personaje, precisamente ayer, mientras observaba el acuario de agua verdosa que mantenía con algo de vida en su interior, advirtió que la desaparición de un pez no le importa a nadie. En efecto, en todos estos años el único afectado con la mortandad presente alrededor he sido yo. Algunos peces se mantienen durante varios días ocultos entre las piedras y las plantas acuáticas. Salen de allí sólo para volverse a ocultar. Hay muchas formas de morir. Vivir escondido es una de ellas. De ese modo he asumido la existencia desde nuestra separación. Pienso que debiste haberme arrojado sin más la piedra que llevabas contigo. Estoy seguro de que ese golpe habría sido mortal. Como digo, surgen de la nada fosas clandestinas de las que nunca nadie quiere hablar. Debimos habernos quedado en nuestra tierra de origen. Seguramente allá habríamos podido reconstruir una vida más serena. No vivir en esta tensión. En ocasiones, algunos amantes desolados desean visitar a los huéspedes que mantengo bajo mi protección. No los dejo entrar. Su llegada me produce fastidio. Quizá porque nunca nadie vino por mí. Tú, en cambio, me cuentas que antes de convertirte en un monje de bajo perfil llevaste una vida libre. Espero que durante ese periodo no hayas seguido con las prácticas por las que más de una vez fuiste amonestado, castigado durante semanas enteras en un calabozo. Mantener la compostura mientras esperas a que hierva el agua del té junto a un joven discípulo debe ser toda una proeza. Entre los sueños que me dices intercambian los hermanos de tu orden hay uno que llama especialmente mi atención. El relativo a la semana en que todos los miembros soñaron con los minutos finales del místico Muzafer Efendi, a quien se le apareció al lado de su cama de moribundo un fámulo, esta vez bajo la forma de un ayudante tradicional en trances de muerte: un Muhad, que según la tradición lo acompañaría y haría más llevaderos los momentos finales. Le cuentas de esa sesión a tu discípulo sentado a tu lado, interrumpiendo, por un instante, el relato del viaje que emprendiste en cierta ocasión en un pequeño barco de carga. La noche aquella en el centro de oración, en que se debía expresar en voz alta lo que había soñado cada uno de los derviches durante la semana, los hermanos de la orden fueron reconstruyendo los últimos momentos del maestro Muzafer Efendi. El Muhad solicitado, que como todo Muhad conocía desde siempre los métodos para lograr que los trances de muerte de los místicos fueran lo más armoniosas posible, ardió de amor correspondido apenas vio el cuerpo yaciente sobre el lecho donde debía cumplir su misión. No bien entró al cuarto lo tomó un estado abrasador, el mismo que seguramente embarga habitualmente a los fámulos cuando intuyen que es el momento adecuado para acabar con sus poseedores. Una historia de amor semejante, la del Muhad y el místico, no podía entenderse de manera cronológica. Sucedió en un tiempo que ninguno de los soñantes fue capaz de calcular. El ambiente de la habitación era denso. Penetrante el olor de la enfermedad. Las palabras que empezó a pronunciar el Muhad según el ritual fueron cortadas de pronto por un aullido amoroso, que pareció provenir de la nada. Se creó en los sueños de todos los reunidos una imagen espectacular. La escena de un Muhad desnudo al lado del consumido cuerpo de un místico a punto de irse de este mundo. ¿Aparecerá de esta manera finalmente el amor? ¿Sería esa muestra exaltada otra de las estrategias de un fámulo para llevarse de esta vida a Muzafer Efendi? No todo tiene que ser horror en las intervenciones de los fámulos. Ni en los sueños de los derviches debe haber solamente muertes violentas, cabezas degolladas, piras de perros quemados por ser considerados animales impuros por Mohammed. En nuestras vidas, querido compañero de milicia, no debemos recordar solamente los bombardeos o la actual aparición incesante de tumbas clandestinas a nuestro alrededor. Es difícil aceptar que una vida completa transcurra, a pesar de tratarse de la de un místico como pretendes ahora serlo tú, o como lo fue la de Orígenes antes de emascularse. Vidas inmersas dentro de los altibajos propios de la existencia y, sin embargo, logrando dejar intacto, como si de una roca inamovible se tratara, el corazón. Me cuentas que en los diversos sueños experimentados durante la semana fue recurrente la imagen de las moscas arremolinándose alrededor de la escena del Muhad enamorado y el místico yacente. El Muhad se arrodilló para colocar los brazos sobre el cuerpo casi inerte. La túnica, el tasbi, el pantalón y la ropa interior habían quedado arrumbados ya en una esquina del cuarto. Se apreciaba entonces por completo la piel del Muhad, la piel de alguien indeciso en si llevar o no adelante su repentino arrebato amoroso al nivel de la carne. Un Muhad cegado por la belleza final de Muzafer Efendi. Incapaz de discernir en qué momento ese cuerpo dejaría de ser un cuerpo enfermo para convertirse en un cadáver del cual habría que deshacerse lo más pronto posible. Un Muhad sin posibilidad de comprender la naturaleza del efecto que produjo en su alma el instante en el que un moribundo le lanzó la breve mirada que bastó para inflamar la llama de un amor imposible. Parece que alcanzaron a besarse con pasión. Se quitaron las ropas. Mejor dicho, el Muhad fue el encargado de llevar adelante aquella tarea por los dos. Realizó el trabajo de manera alterada y, sin embargo, metódica. El enfermo hizo los movimientos mínimos necesarios. Algunas jornadas atrás el místico había solicitado lucir ropa de enfermo: una suerte de premortaja que había hecho confeccionar especialmente. Ordenó siete iguales. Siempre lucía la misma ropa, en apariencia idéntica, hasta dar la doble impresión de que ese uniforme se extendía hasta un infinito constante o que se trataba de uno solo, puesto y vuelto a utilizar. Luego de despojar al enfermo, el Muhad procedió a hacer lo mismo con su propio atuendo. El acto de desnudarse lo hizo, ahora sí, de forma impetuosa. El místico expiró poco después. Eso lo soñaron todos los compañeros de tu orden de manera individual. El enfermo murió sin separarse de aquel desconocido. Parece que lo último que sintió Muzafer Efendi fue la lengua del Muhad. Ni siquiera cuando lanzó el último suspiro, el Muhad dio por acabada la tarea que llevaba a cabo. Al Muhad le costó esfuerzo comprender cuál de las exhalaciones fue la final. No se separó del cuerpo ni se irguió del lecho hasta que las evidencias del deceso empezaron a manifestarse. A diferencia de ti, yo no me he convertido en un monje de bajo perfil. Aunque tengo la sensación de que hemos envejecido de manera similar. Así como te reclamo no haberme arrojado la piedra en su momento, lamento haber establecido tan tarde esta comunicación. Tenemos en estos momentos que arreglárnoslas solos. Conformarnos con la visita ocasional del estudiante de filosofía, con cuidar a los moribundos y cumplir el rol de monje de bajo perfil que debe arreglar los jueves un centro de oración. Menos mal que contamos con la presencia de Puercoespín y de Perezvón. Hay ocasiones en las que siento miedo. Temo lo que experimentaré más adelante. Acuérdate que pasé mi infancia encerrado en un sótano, sin poder beber más que un vaso de agua al día. Parece imposible de creer que esos dos jóvenes gallardos, los que éramos entonces tú y yo, proviniésemos de una estirpe familiar de esa índole, de madres envejecidas antes de tiempo, que llevaban siempre el cabello debajo de pañuelos de campesina. Que tuviera una hermana motivo de burla, vestida de cualquier manera además. Un hermano que, aparte del tamaño descomunal, sufría una leve tara mental. Agua de lluvia administrada una vez al día, hermanas con trompa. Exageraciones carentes de sentido. O quizá esos recuerdos en común sean la razón por la que hayamos estado juntos la mayor parte del tiempo. Yo incluso llegué a pensar que nunca nos iríamos a separar. Nuestros asuntos transcurrieron siempre en silencio. Todo mudo. Un vacío constante entre los dos. Una violencia que ejercías a tu manera. Una extraña calma que terminó con la única discusión abierta que sostuvimos. Casi me golpeaste cuando supiste del soldado que mantenía a escondidas. Yo nunca mencioné lo que hacías con aquellos niños que encontrabas en el campo, en las comarcas apartadas, cuando eras parte de las campañas de reclutamiento. Sin embargo, cuando te vi en la plaza con la piedra en la mano comprendí que me habías perdonado. ¿Qué habrá sido de nuestras madres después de aquel desastroso final? No deseo conocer la respuesta. No me atreví a ir a ver los escombros en los que quedó convertida la casa familiar. Las ventanas suspendidas entre dos nadas. Prefiero que me cuentes cómo solía el fámulo sacar en las mañanas a los perros que tenía la misión de cuidar. Me dices que debías hacerlo de manera discreta, sin despertar las sospechas de los vecinos. Era necesario mantener la idea de que la construcción continuaba vacía. El fámulo debía estar atento también de las fechas de las vacunas, de los baños y cepillado de pelo que requerían los animales. De la compra del alimento y las pastillas para los parásitos que se les debía administrar cada tres meses. Mi madre siempre detestó a los animales. De niña, como sabes, la obligaron a dormir junto a los cerdos. Esos animales eran sacrificados al día siguiente para ser introducidos luego al horno del abuelo. Quizá por eso me repudió cuando conoció no sólo mi afición por los perros. También, eso ocurrió más tarde y sospecho que porque era analfabeta, cuando supo que iba a dedicar la vida a escribir. Fui parido bajo la apariencia de un monstruo. Tuve quizá por eso que soportar ser suturado con hilos y agujas para luego quedar envuelto hecho un paquete sin destino. Tus párpados están cosidos. Tu cabeza envuelta una y otra vez. Quizá estás como bulto en la misma mezquita, que tanto tú como el joven discípulo dejan arreglada los jueves antes de la llegada de los derviches. Tal vez en ese centro de oración, frente al altar situado con dirección a la Meca, recuerdes por fin el periodo en que decidiste ser paciente en una institución con el fin de recibir una serie de descargas eléctricas que te aliviarían el estado de nervios en que te tenía preso la convivencia con el fámulo cuando habitabas el conjunto de edificios en construcción. Estuviste interno algunas semanas, hasta que uno de esos días, cuando el fámulo arribó al hospital en el horario habitual de las visitas, se enteró que mi alta ya estaba firmada por el director. Luego de cumplir con los trámites necesarios me condujo nuevamente esa tarde a lo que llamábamos nuestro hogar. A ese edificio constituido por infinitos cuartos deshabitados y a medio terminar. En cierta ocasión le ordené contarlos y me informó que eran cuatrocientos. Todos mantenidos en cemento. Con las varillas con las que habían sido construidos sobresaliendo en cada esquina. Ahora que la aprecio en conjunto me reafirmo en la idea de que la construcción se trataba del lugar ideal para someter a un fámulo. En realidad se trataba de un Palacio. Aunque el verdadero Palacio es el bulto donde me encuentro cosido y envuelto. Palacio también el salón repleto de moribundos y de peces que van perdiendo de a poco su color. Un Palacio la tranquilidad presente en las tumbas clandestinas que no acaban nunca de aparecer. Lo peor es no contar con una palabra, ni antigua ni moderna, para dar cuenta del horror que nuestros Palacios son capaces de producirnos. Por eso no puedo volver a escribir. Elijo no regresar ni a Fámulo ni a Legión. Sabes que poseía al fámulo en los lugares más anegados. De esa forma mi peso hacía que su cabeza permaneciera debajo del agua verdosa que suele brotar de los terraplenes subterráneos. A pesar del permiso de salida del hospital, no podía abandonar el sanatorio sin ayuda de alguien. Cuando apareció el fámulo yo estaba tratando de huir desesperadamente. Me estrellaba repetida y estrepitosamente contra los muros del patio cubierto con una plancha de acrílico. Volaba tratando de traspasar la barrera que me separaba del cielo. Los días anteriores había sido sometido a cuatro sesiones de descargas eléctricas. Las dos primeras pasaron inadvertidas. Me acostaron en una camilla, me inyectaron un relajante muscular, y colocaron unas terminales en mis sienes. Me reponía minutos después como si nada anormal hubiera sucedido. Sin embargo, en la tercera intervención las cosas fueron distintas. Parece que recobré la conciencia antes de tiempo. Desperté y advertí que me encontraba rígido. No podía respirar. Fueron segundos desesperantes. Advertí que durante las sesiones me aplicaban respiración artificial por medio de un fuelle, que abrían y cerraban manualmente con celeridad. El movimiento del aparato no coincidía necesariamente con mi necesidad de aire. Pero estoy cansado ya de hablarte solamente de mi vida. Deseo, más bien, que me cuentes acerca de la travesía que emprendiste con el fin de rescatar el cadáver de un niño presidiario muerto. Oír también de otros asuntos anotados en El Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar, que tengo conocimiento escribes haciéndote pasar por un poeta ciego. Recuerda que he prometido guardar silencio. No escribir más. Debo regentar como es debido el salón que se ha ido transformando con el tiempo en un lugar de buen morir. Aunque sabes que eso tampoco es real. Quizá lo que verdaderamente quiera, sobre todas las cosas, sea seguir humillando al fámulo. Solazarme mientras lo observo establecer un vínculo especial con alguno de los perros de la jauría. Había aprendido a detectar el punto preciso en que la unión entre el fámulo y los canes llegaba a su grado más alto. Me daba cuenta del instante en que se instauraba entre ellos un lazo más fuerte que el obligado a mantener ambos sólo conmigo. Una vez que lo descubría nada era capaz de impedir que ese perro fuera expulsado. Si el animal era un ejemplar terco, de esos que se empeñan en volver pese a haber sido echado a palos de manera reiterada, yo mismo lo atacaba hasta dejarlo sin vida. Matar a un perro semejante me hacía sentir una verdadera ave de rapiña. El fámulo debía observar la escena en silencio. Lo obligabas luego a introducir el cuerpo inerte del animal en un saco de yute para hacerlo desaparecer en algún basural o en una fosa clandestina de los alrededores. Era una de las maneras con las que contábamos para recobrar la estabilidad necesaria para seguir viviendo juntos. Ahora que ha huido recuerdo con nostalgia la primera vez que puso en orden mi estudio de trabajo. Clasificó principalmente mis archivos. Guardó como es debido las distintas versiones del libro Salón de Belleza, de Mi Piel Luminosa. Puso especial atención en los manuscritos de En la Playa de Montauk las Moscas Crecen Más de la Cuenta. Fue entonces cuando empezó a presentarse ante los demás como mi asistente personal. Muchas veces he imaginado la manera en que el fámulo huido acabará muriendo en manos del amo que estoy seguro terminará consiguiendo pronto. ¿A qué tipo de autor o místico y bajo qué forma se les aparecerá para envolverlo en su maraña? Ayúdame por favor a olvidar los tiempos en que viví en aquel conjunto de edificios a medio construir. Soy un escritor. Recuérdalo siempre. Alguien que ha soportado la aparición de un fámulo, encarnado esta vez en alguien que mandaba mensajes nocturnos ofreciéndose para lo que se deseara. Te pido auxilio para el olvido. Sabes que no he vivido nunca en un conjunto de obras en construcción, ni que tampoco he sido dueño de un salón que recibe moribundos. Espero también que sigas siendo cuidadoso al esconder de la vista del discípulo tus pies de anciano. Tus dedos retorcidos, las uñas enterradas, el sempiterno olor, las tonalidades tumefactas que presentan en sus distintas partes. Quita de su vista las protuberancias. Ayer leí otra vez sobre la muerte del escritor internado en un asilo. La noticia anunciaba que, en efecto, el autor había trepado por el alfeizar de una de las ventanas superiores y saltado al vacío. Durante los últimos tiempos había estado obsesionado con el trajinar de las palomas que revoloteaban alrededor. Las veía a través de los vidrios del pabellón donde se ubicaba su cama. ¿Serían esas aves la representación del fámulo que iba a acabar con su vida? Estoy seguro de que sí. Para nadie es sencillo soportar ser hijo de una mujer de la calle, ser mostrado desnudo en unos baños, ser un paciente sometido a sesiones eléctricas con chupones en las sienes, haber sufrido una guerra, ser abandonado de pronto por un fámulo y enfrentarse cada cierto tiempo de manera frontal con Legión. Para nadie es fácil mantenerse en silencio con los orificios del cuerpo cosidos y seguir al mismo tiempo vivo debajo de decenas de mantas recubiertas con grandes hojas de plástico. Nada sencillo contemplar cómo una ciudad es invadida y saqueada por fuerzas enemigas. No fue fácil ser testigo de la muerte de un soldado, a quien me acusaron de alimentar más de la cuenta. Dejar que me destrocen las manos en la plancha de un yunque. No fue sencillo tampoco haberme convertido en escritor. En propietario de un salón de belleza. Menos aún asumir las responsabilidades propias de un ave de rapiña al momento de matar a mansalva a un perro empecinado en volver. El fámulo huyó dejando atados a los casi cincuenta canes que le había dado la orden de cuidar. Con el tiempo, lo sabes, me hice un monje de bajo perfil. Acepté, junto a un discípulo, el encargo de dejar todo listo los jueves antes de la llegada de los fieles. El centro de oración como un Palacio. Ya te he descrito los detalles sobre cómo atiendo las quejas de los moribundos. También la manera como lloré la muerte del filósofo travesti, quien fue atacado de un momento a otro por una esclerosis múltiple. Tienes razón. No hablemos más. Es cierto que cuando fui joven me burlé de tu hermana. Señalé además las cosas fuera de orden que hacía con el anciano que cortejaba a tu madre. Tu hermana mantenía relaciones con ese hombre una vez que éste se despedía de la visita oficial. En esa época ya había entrado el nuevo régimen en acción. Tanto tu madre como la mía habían dejado atrás su vida anterior y se presentaban ante el resto como un par de viudas de pasado tradicional. Algunos caballeros las cortejaban según las normas establecidas. Aunque todo no era más que una simulación. El régimen había tratado de ocultar sólo de manera superficial a la antigua sociedad. Tampoco los caballeros eran tales. Se trataban de ex presidiarios o desertores de antiguas guerras. Toda era gente sucia. Tanto nuestras madres como sus pretendientes. Antes de la aparición de mi fámulo, acababa de conseguir la pequeña casa donde me terminé instalando. A mi joven discípulo le he pedido que se siente a mi lado no sólo para contarle acerca de un viaje realizado a una cárcel en un pequeño barco años atrás, sino para hablarle acerca de un autor que cayó por la ventana. También para decirle que de niño comencé a darme cuenta de que soy una persona de un solo brazo. Como sabes, habité durante algún tiempo en una construcción al lado de un fámulo, que me abandonó dejando amarrados a una reja los cincuenta perros que le había obligado a mantener. Si es cierto que no existes, entonces el verdadero aprendiz de monje debo ser yo. He sido yo y no tú quien se ha acomodado a tu lado mientras hierve el agua del té de los creyentes. Te he pedido que tomes asiento para informarte que hace poco me escribieron para darme la noticia de la muerte de un escritor que se disparó en la sien luego de haber escrito el diario de un suicida. El fámulo tomando la forma de un revólver o de la constatación de que vivimos en tierras sin salvación posible. Es cierto, somos hijos de mujeres simples. Aprendimos, ya casi adultos, a leer y a escribir lo más elemental. En esta etapa de la vida considero importante, aunque no sepamos siquiera si continuamos existiendo, entablar esta conversación. Aunque nunca me han importado tus palabras. Mi interés en comunicarme contigo ha sido sólo para preguntar si recibiste a Puercoespín y a Perezvón en buen estado. El fámulo, como debes saber, no es algo que exista por sí mismo. Se trata, más bien, de un reflejo de nuestras ausencias en el mundo. Casi de la misma naturaleza como están constituidas las sombras de Puercoespín y de Perezvón, siguiéndonos todo el tiempo. Escucha, dejemos las cosas así. Hagamos todo lo posible para que tu madre deje de mostrarte en los baños públicos y que se vaya de nuevo a habitar la trastienda del horno para cerdos de tu abuelo. Intentemos el esfuerzo por lograr que el cadáver del niño asesino continúe enterrado en aquella cárcel del sur. Evitemos ya de torturarnos por la piedra que nunca arrojaste. Dejemos que nuestros muertos, tanto los de nuestra ciudad de origen como los que nos rodean actualmente, se mantengan inalterables dentro de su quietud. No redactemos listas, ni archivos de personas y menos de perros liquidados de manera sistemática. De montañas de cuerpos rumbo a la incineración o al entierro masivo y anónimo. Para lograr no seguir refiriéndonos a esos asuntos contamos con la presencia de Puercoespín y de Perezvón, a quienes debemos cuidar por sobre todas las cosas. Tenemos además los textos del Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar. Contamos también con el diario de un suicida, quien se pegó un tiro en la cabeza en la universidad donde daba clases. Con eso basta, no quiero saber más de tu hermana, ni de los canes que te esperan obedientes y atentos a la salida de la escuela. Tampoco de tus sueños místicos, compartidos entre los miembros de tu grupo de oración, donde un Muhad se enamora de Muzafer Efendi durante su minuto final. Estoy seguro de que el fámulo sabía que el argumento de ofrendar el cuerpo, que me expresó cuando me envió el mensaje nocturno, no iba a movilizar mi interés. Sin embargo, empecé a sospechar en ese instante de su condición de fámulo por naturaleza. Por eso convine una cita. Señalé una fecha y una hora para el encuentro. Esa noche no volviste al salón que habitabas. Fuiste conducido por primera vez a los edificios en construcción. Todo era oscuridad. El terreno cenagoso. La fuerza que tu cuerpo empezó a ejercer sobre el fámulo hizo que permanecieran dentro del fango por un tiempo prolongado. Te estaba ofreciendo, en efecto, su cuerpo para lo que gustases. Olvidaste dónde podían encontrarse Puercoespín y Perezvón. Todo era negro. Ambos debían estar atentos a tus actos, pero ignorabas desde qué lugar te estarían observando. Silencio. No hablemos más. Te vuelvo a asegurar que no volveré a escribir. Si incumples el voto de silencio que te estoy solicitando siento que me acercas un paso más a mi propia muerte. Que me condenas a situarme al lado de los infelices de este mundo. Junto a Legión. No deseo recordar ventanas que muestran dos vacíos, sostenidas de fachadas que se mantienen de pie sólo por azar. No quiero imaginar fámulos confabulando para asesinar a un poeta ciego. Cabezas degolladas, largas barbas, alfombras propias de oriente y occidente. ¿Quiénes somos? ¿A qué nos referiríamos al mencionar la naturaleza propia del fámulo? Me parece que al hilo, a la aguja, al lodo, al colirio, al asma. Aparta tus pies de anciano de la mirada de tu discípulo, sería mi recomendación. No llegues al cuerpo de un místico en trance de muerte de la manera como el Muhad se acercó al lecho de Muzafer Efendi. Está todo ya escrito en el Cuadernillo de las Cosas Difíciles de Explicar. Sabes que tus deseos no se van a cumplir. Nunca vas a dejar de escribir. Narrarás historias inexplicables, como la del fámulo, quien escribió el relato de cómo convenció al místico de emascularse para después revelarle que jamás sería considerado un Profeta. Desangraron a Orígenes, gritaron sus seguidores, nunca podrá alcanzar la santidad. Escribirás y escribirás como lo hizo aquel fámulo de la antigüedad. Seguirás viendo cómo poblaciones enteras continuarán siendo arrasadas. Muertos encima de muertos. A pesar de tu aversión seguirás habitando en un Palacio. Mientras tanto, el agua del té de los creyentes, lo sabemos, no llegará a hervir jamás.

FIN

 

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