El historial del deseo

Samuel Jambrović

Las manos llenas de bolsas, empuja la puerta de su casa con la cadera y entra a la sala. Se detiene en seco al ver la máquina en el otro lado del cuarto. Grita el nombre de su hijo, pero los paneles de madera y el tapete afelpado se tragan su voz. Sin duda está con su padre. El descarado debe de haber aprovechado las únicas horas de la semana en las que ella está fuera de casa para armarla en el bufete, una herencia de su abuelo que, como ya le ha dicho mil veces a su hijo, es para mirar y nada más. La caja marfil de la máquina y la madera de caoba desentonan de manera pecaminosa.

Desde que abrieron un Walmart en el pueblo, ella se demora cada vez más en hacer la compra, a pesar de regresar siempre con la misma cantidad de alimentos. Tanto su esposo como su hijo saben cómo pasa todo el tiempo adicional, pero no le dicen nada. Cada uno tiene una relación complicada con su afición por las novelas eróticas: a su marido lo hace sentir incapaz y a su hijo, cohibido. Por si fuera poco, todo el barrio se ha enterado de sus gustos literarios desde que se suscribió a un servicio que le manda un ejemplar nuevo cada mes por correo. Es más, gracias a la conveniencia y la selección del Walmart, lo que en un principio era un pasatiempo ahora se ha convertido en una obsesión. Al entrar a la supertienda, un vecino suyo no solo la vio ojeando las estanterías de libros al lado de las cajas, sino que también la sorprendió leyendo uno en el área de muebles de jardín una hora después. Divertido, el vecino no dudó en mencionárselo al esposo cuando lo vio en la taberna del pueblo, pero en vez de reírse juntos sobre una banalidad, este se ofendió y se fue sin pagar.

Para colmo, ella ha comenzado a dormir en la habitación de invitados para poder leer hasta bien entrada la noche. Ni su marido ni su hijo saben a qué hora se levanta entre semana y el estado de la casa refleja su ensimismamiento. Hay manchas de café en la mesa de fórmica y moho en la bañera, pero si le mencionan estas cosas, ella les replica que está envejeciendo igual que ellos y que si no se han dado cuenta, deberían lavar su propia ropa interior. Sospechan que ella pasa la mayor parte del día hundida en una fantasía tras otra, pero no lo han podido comprobar sin delatarse porque corre las cortinas de la casa durante el día.

Deja las bolsas en el piso y se acerca al bufete, donde mira el computador como si fuera un leproso que acaba de instalarse en la sala. Ha visto demasiadas noticias de robo de identidad para permitir semejante artilugio en casa y, pieza por pieza, lo saca a la basura del garaje. Después, lleva la compra a la cocina y se pone a guardarla mientras ve la parte final de una telenovela. El helado ya se ha derretido, pero en lugar de alterarse, casi sonríe. Será el primer castigo de muchos para su hijo.

Se sirve el poco café que queda de la mañana, se mete en su cuarto y saca la novela que compró hace una hora, pero al comenzarla, descubre que no está con los ánimos para algo nuevo, así que agarra otro libro del montón que tiene apilado en la mesa de noche: Un hambre salvaje. Busca uno de sus pasajes favoritos y vuelve a la cabaña del bosque nublado donde un hombre lobo le hace el amor mientras una tormenta eléctrica cae a su alrededor.

Al entrar a la sala la mañana siguiente, encuentra el computador de nuevo en el bufete y se fija en un mensaje escrito a mano al dorso de un sobre: «Mamá, es para mi trabajo». Frunce el ceño y busca una pluma en su bolso. Al lado del mensaje, escribe en la letra pulida de su generación: «Si te dieron un aumento, puedes empezar a pagar la hipoteca». Luego se le ocurre que a ningún mecánico le hace falta un computador y le quita el cable de corriente. Busca un lugar donde esconderlo y opta por el aparador de la cocina donde guarda todos los artículos de limpieza.

Se prepara un café y vuelve a su cuarto donde pasa el resto de la mañana con el hermano del hombre lobo, también hombre lobo, que le pone los cachos con una ninfa del bosque. A los dos hermanos les dispara una bala de plata y termina en los brazos del mercenario que tenían enjaulado en el sótano de la cabaña, un exsoldado del ejército real. Resulta italiano, su favorito.

La cafeína le quita el hambre y se contenta con un sándwich de queso alrededor de las tres. Se sienta a la mesa de la cocina y, entre el correo y los papeles sueltos, un Post-it con letra desconocida le llama la atención: «Pide lo que te señalé en la página 167 y te ayudo a instalarlo». Está pegado a un catálogo de accesorios para carros; en la página 167 están subrayados el modelo y el número de la pieza de algo que se llama un subwoofer. Qué raro, piensa, dado que su hijo no tiene tarjeta de crédito. Esa misma tarde rompe con su rutina y regresa al Walmart para comprar una caja fuerte.

Ya es de noche cuando llega a casa. Su marido la mira con diversión mientras ella lucha con los cordones de sus botas.

―¿No saliste ayer también?

―Ayer no sabía que tu hijo quería llevarnos a la bancarrota ―le replica y camina hasta su cuarto.

Se sienta en la cama y desembala la caja fuerte. Después de leer las instrucciones, se demora casi una hora en averiguar cómo abrirla con su propia combinación. No se satisface hasta probarla varias veces con éxito y luego mete adentro su bolso entero. Mientras busca un lugar dónde esconderla, recuerda que su esposo también tiene una tarjeta de crédito y cruza el pasillo para buscar su cartera en su habitación. Cierra la puerta y prende la luz. Se enfrenta a un caos, pero se dice que solo está ahí para encontrar su cartera. El piso está cubierto de ropa sucia y tiene que revisar los bolsillos de la mitad de los vaqueros hasta encontrar los que su marido se había puesto ese día. Saca la tarjeta de crédito de la cartera y se asegura de que no haya nada más que le sirva a su hijo. También averigua cuánto hay en efectivo.

Decide esconder la caja fuerte en su armario bajo las sábanas; ni su esposo ni su hijo han tendido una cama en su vida. Por fin, se acuesta y mira el techo. Su mente sigue en alerta máxima y le parece que todavía hay algo que no le encaja. Su hijo normalmente se pone furioso cuando ella toca sus pertenencias, así que esa nota escrita a mano resulta demasiado civilizada considerando que ella tiró su computador a la basura. Piensa en el acuario que tenía de niña y en cómo los primeros peces dorados que sus padres le compraron murieron en cuestión de horas. Después, aprendieron que un pez nuevo tenía que acostumbrarse poco a poco a la temperatura del agua en la pecera; había que dejarlo dentro de la bolsa en la que venía durante un tiempo. Ella se dice que no es ningún pez. Si su hijo necesita esa máquina para su trabajo, en su trabajo es donde debería estar. Al igual que hace cuando él olvida su almuerzo en casa, mañana le llevará el computador al taller y se asegurará de que allí se quede.

Ahora que tiene un plan, se relaja un poco y busca la novela que comenzó esa tarde, pero no la encuentra. Se pregunta si la dejó en su carro y entonces recuerda que nunca la recogió de la cocina. Se sonroja al pensar que su esposo la habría visto; tanto la portada como el título no dejan duda sobre el contenido. Abre la puerta de su habitación y ve que las luces ya están apagadas, así que camina de puntillas por el pasillo, agarra el bulto de la mesa y vuelve a su cuarto con el corazón latiendo a tope. Otra vez en su cama, abre Joyas prohibidas y pasa el resto de la noche viajando por el mundo en busca de un ladrón sin nombre ni pasado que tiene información sobre la desaparición inexplicable de su padre. Tienen una química inmediata que se vuelve ardiente cuando descubren que son hermanastros.

Se despierta temprano, pero estos días prefiere desayunar en paz y no sale de la cama hasta que está sola en casa. Sigue leyendo la novela mientras toma su café y tiene que obligarse a parar a las nueve y media para buscar una caja de cartón en el garaje y empacar el computador. Planea llegar al taller justo a las diez cuando su hijo se esté tomando su descanso. Aparta el teclado para levantar la pantalla y se extraña al verla encenderse. Entra a la cocina y abre el gabinete bajo el lavaplatos; el cable de corriente aún está al fondo detrás de las botellas de Clorox. La única explicación es que su hijo consiguió otro cable, lo cual la saca de quicio. Si él tiene tanto dinero, no le importará que ella lleve el computador al Goodwill para alguien que realmente esté necesitado.

Vuelve a la sala y se escandaliza ante la imagen de dos mujeres y un hombre en medio de un acto carnal. Coge un cenicero y está a punto de romper la pantalla cuando ve otra foto que la deja atónita. En la parte derecha un vampiro está haciéndole el amor a una mujer vestida de Blancanieves. Se acerca a la pantalla y mira por la parte inferior de sus bifocales, pero la imagen es demasiado pequeña. Se asegura de que las cortinas estén cerradas y revisa el teclado buscando una manera de ampliar la escena. Pulsa una de las teclas, pero no pasa nada. Pulsa otra y la pantalla se oscurece. Sigue pulsando más teclas hasta que se ilumina otra vez, pero la imagen ya no está; lo único que ve es una pradera bajo un cielo salpicado de nubes. Por más que lo intenta, no logra que la página reaparezca y se rinde maldiciendo su incapacidad tecnológica. Deja las cosas en el bufete tal y como estaban y se mete en su habitación, donde busca El beso de la noche roja en su colección y trata de revivir la historia de un vampiro que seduce a la pistolera que lo persigue por Europa del Este de la posguerra. Las imágenes en su cabeza no igualan a lo que vio en la pantalla.

Las cosas no le van mejor al día siguiente. Oprime varias teclas y se encuentra ante la página de ESPN, pero no consigue hacerla cambiar. Las letras que teclea aparecen en la pantalla, pero no la llevan a ninguna parte. Camina de un lado a otro en la sala hasta que se le ocurre una solución. Menos mal que no es invierno.

Por primera vez en mucho tiempo, cocina esa noche. Durante la cena, su marido y su hijo hablan de la próxima temporada de los Steelers mientras ella recuerda la historia de una joven reportera que se enamora del jugador que tiene que entrevistar. Los dos, claro está, tienen sus secretos. Lava los platos esperando a que anochezca y luego les dice algo sobre lo cansada que está. Se retira a su habitación y cierra la puerta con llave. Después de vestirse de negro, apaga la luz y sale por la ventana.

Afuera, sigue el perímetro de la casa hasta la ventana de la sala. En la tarde descorrió las cortinas para ver todo lo que pasa adentro. Como esperaba, su esposo está viendo las noticias y su hijo está absorto en la pantalla del computador. Mira sus acciones con sumo interés. Al parecer, el teclado no es lo importante, sino lo que se mueve con la mano. Ve cómo su hijo pasa de una página a otra sin apenas tocar las teclas. Ella decide que ha visto suficiente y se aleja de la ventana de la sala antes de que la descubran espiándolos en su propia casa.

Otra vez fuera de su habitación, descubre que salir por la ventana y entrar por ella son cosas distintas. Trata de levantarse con los brazos, pero no tiene la fuerza y, además, está montando un escándalo intentando subir el muro de la casa solamente con los pies. Decide que la única opción que le queda es sacar la escalera del garaje, así que vuelve a caminar por el exterior de la casa rogando que ningún carro pase por la calle en ese momento. Llega a la puerta del garaje y se mete adentro sin hacer ningún ruido, pero tiene que caminar a ciegas hasta el otro lado para prender las luces. La escalera está en un rincón detrás de todos los rastrillos y las palas que han acumulado a lo largo de los años, pero antes de que la pueda sacar, la puerta de la casa se abre y su marido se asoma la cabeza. La mira con recelo y ella tiene que fingir que acaba de sacar la basura.

―¿No estabas en tu cuarto?

―No, cariño ―dice sacudiéndose las manos―. Nunca me prestas atención.

A la mañana siguiente, corre las cortinas de la sala y se sienta ante la pantalla oscura. Levanta lo que ya entiende como el elemento fundamental del equipo y se pregunta qué hacen los dos botones. Oprime uno y la pantalla se ilumina, pero no hay nada de interés; es una página de Sears que compara las diferentes cajas de herramientas que venden. Lo que sí le interesa es cómo una flechita pasa de un lado a otro en la pantalla cuando mueve la cosa en su mano derecha. Vuelve a pulsar el botón y ahora ve una de las cajas en más detalle. Sigue haciendo clic en las imágenes que van apareciendo hasta ver la barra en la parte superior de la página con los nombres de los departamentos. Selecciona «Hogar» y lo primero que ve es un anuncio que la anima a solicitar una tarjeta de crédito para conseguir un descuento del 25%. Se imagina que los hackers ya tienen todos sus datos y busca una manera de apagar la máquina, pero no puede pensar con claridad y termina arrancando el cable de corriente de la pared. Se pregunta si debería cancelar todas sus cuentas y se encierra en el baño para tranquilizarse.

Una semana después, le vuelve a ganar la curiosidad y, al estar sola en casa, pulsa las teclas hasta que la pantalla se enciende de nuevo. Se decepciona al ver la imagen de la pradera, pero concluye que, si su hijo lo puede manejar, no puede ser tan difícil. Escudriña la columna de dibujitos en la parte izquierda de la pantalla y lee todos los nombres abajo hasta ver uno que le llama la atención: «Internet Explorer». Pone la flechita sobre la «e» azul y hace clic, pero solo logra que se resaltan las letras. Vuelve a hacer clic, pero nada cambia. Frustrada, oprime el botón varias veces y de repente la pantalla se pone blanca con la excepción de una palabra escrita en varios colores. Se le abren los ojos como platos: el infame Google, que le puede dar a uno toda la información que busca, pero que le quita la vida a cambio. Es igual a una novela que leyó hace poco sobre una heredera que hace un pacto con el sobrino del diablo.

Su intuición le dice que apague el computador y que se aleje cuanto antes, pero no aparta la mirada de la página y piensa en cómo encontrar lo que había visto hace una semana. Ubica la letra «v» en el teclado y la mira como si pudiera acabar con su vida. Cierra los ojos y la oprime. Aparece dentro del cuadrito, seguida por una serie de sugerencias: «videos de risa, vuelos baratos, ver películas, volkswagen». Se dice que lo que debería hacer es seleccionar una de esas opciones, pero tiene demasiada curiosidad y oprime la «a»: «vans, vacaciones, varicela, vaticano». Sigue tecleando con los dedos índices hasta terminar la palabra, pero ninguna de las sugerencias le interesa: «vampiros reales, vampiro disfraz, vampiros anime, vampiro canadiense». Lo que tiene ganas de añadir es la palabra «pornografía», pero no se atreve y opta por «romance». No logra encontrar el video con el vampiro y la Bella Durmiente, pero sí que se pierde en el mundo de la erótica aficionada.

Las horas pasan y descubre que la gente escribe lo que le da la gana en línea. Las novelas rosas que lee son bastante explícitas, pero también valoran el arte de la insinuación, mientras que los aficionados en la red se saltan todos los pasos y al pan, pan y al vino, vino. Mejor dicho, al pene, pene y al coño, coño. Ve otras palabras que no ha oído desde sus años en el colegio y se ruboriza por todo el cuerpo, pero no deja de leer. Es como si alguien supiera sus pensamientos más privados y los pusiera en una serie de cuentos dedicados a ella. Al principio, no sabe cómo interpretar el hecho de que otras personas hayan tenido las mismas fantasías que ella: se siente a la vez reconfortada y avergonzada. Una página lleva a otra y casi le da un infarto al oír la puerta del garaje abrirse. Busca una manera de cerrar la página y pulsa todas las teclas y los botones a la vez, pero el texto sigue en la pantalla. Alguien cierra la puerta de un vehículo y ella no tiene más remedio que desenchufar el computador y alejarse cuanto antes.

Su esposo la encuentra parada en medio de la sala con la bata puesta y el pelo en rulos.

―¿Qué haces?

―Estaba buscando mis lentes.

―Los tienes en la cabeza. ¿No fuiste de compras hoy?

La pregunta la toma por sorpresa. Piensa en las fechas y se da cuenta de que él tiene razón. Ya es miércoles.

―He decidido ir los jueves ahora.

No va el jueves ni tampoco el viernes. En cuanto está sola en casa, enciende el computador y se dedica a probar los límites de sus fantasías. El alcance de Google no deja de asombrarla; piensa en algo que le gustaría leer y lo encuentra enseguida.

Consulta el reloj en la pared. Le queda una hora antes de que su marido salga del trabajo, así que vuelve a la página de Google y teclea otra cadena de palabras: «tarzan jane cuento sexo catarata». Se ha sacado la lotería con esta búsqueda, pero no le da tiempo para leerlo todo y se deprime al pensar que no podrá continuar hasta el lunes. A las cuatro y media, cierra la página y entra a la cocina para preparar la cena.

Después de lavar los platos, busca la segunda novela que compró durante su última excursión al Walmart y se pone a leer el siguiente capítulo, pero la trama no llega a interesarle. Ya se ha acostumbrado a la inmediatez de los relatos anónimos y esta historia le parece tediosa con tantos detalles de relleno. Trata de dormirse, pero apenas son las ocho y no concilia el sueño. Se pone la bata y sale de la habitación.

En la sala, su marido la sigue con la mirada mientras cruza por delante del televisor y se sienta en el otro sofá. Un momento después, alguien mete un gol y él se levanta gritando, pero derrama su cerveza en el acto y su canción de victoria se convierte en una letanía de groserías. Ella trae un rollo de papel toalla de la cocina, pero antes de arrodillarse en el piso, lo piensa dos veces y se lo lanza a su esposo. Vuelve a sentarse en el sofá y agarra el control de la mesita.

―¿Qué crees que estás haciendo?

Ella cambia los canales hasta encontrar un partido de básquetbol universitario.

―Odio el hockey.

Durante el descanso, ella mete una bolsa de palomitas en el microondas. Su hijo se une a la fiesta y juntos ven la segunda mitad del partido.

El sábado está tan aburrida que se mete en su carro y maneja una hora hasta la casa de su hermano, quien se sorprende al verla en el umbral, pero sabe que hacerle preguntas es inútil. Salen al patio y toman unas cervezas mientras se ponen al día. Él le muestra el cobertizo que construyó al lado del garaje y le pregunta si todavía mantiene el jardín. Antes de que oscurezca, prende la parrilla y echa unos filetes. Está a punto de invitarla a pasar la noche cuando ella anuncia que se va. Caminan hasta su carro y se despiden sin palabras, pero él no entra en casa hasta que las luces traseras desaparecen a lo lejos.

El domingo se despierta temprano y se pregunta si debería ir a misa ya que no hay nada más que hacer. Se acuerda de una novela en la que una feligresa convence al sacerdote de que se la coma en el confesionario y decide que ya tiene su primera búsqueda para el lunes. Al levantarse, descubre que está sola en casa y olvida por completo lo de la iglesia. Entra a la sala y contempla el computador. Habrá que tener cuidado, pero se convence de que el riesgo vale la pena. Mueve el ratón esperando a que la pantalla se ilumine y ve que su hijo miraba la página de AA. Se pone contenta y busca la fecha de la próxima reunión para anotarlo en su calendario.

Sabe que tiene que cerrar la ventana para llegar a la página de Google, pero duda si hacerlo. Si su hijo está preparado para hacer algo sobre sus adicciones, ella debería hacer lo mismo; no puede pasar el resto de su vida viviendo fantasías ajenas. Además, le dio mucha alegría ver a su hermano el día anterior y piensa que debería visitarlo más a menudo. Camina a la cocina y abre la nevera, pero no tiene hambre y tampoco puede dejar de pensar en el sacerdote. Razona que, a diferencia del alcoholismo, sus hábitos de lectura no le hacen daño a nadie. No es culpa suya haber nacido en un lugar donde nunca pasa nada, ni lo es haberse casado con un hombre más soso que el pollo cocido. Cierra la página de AA, hace doble clic en la «e» azul y teclea su búsqueda más atrevida hasta el momento: «sacerdote confesionario cunnilingus».

Horas después, la puerta del garaje se abre y se le acaba el tiempo. Cierra la página que leía, vuelve a abrir el navegador y busca «AA» para dejar la pantalla como la había encontrado. Se mete en la cocina y disimula que busca unos ingredientes en la despensa. Su hijo la saluda y camina por el pasillo hasta su habitación.

Ya no tiene que fingir, pero tampoco puede volver a la sala, así que abre la nevera y mira qué podría cocinar. Hay carne molida que está a punto de ponerse mala, pero no tienen pan para hamburguesas. Se le ocurre hacer chile y saca la olla de hierro fundido que era de su madre. Saltea la carne con cebolla y ajo y después le echa varias latas de salsa de tomate, orégano, sal y chile en polvo. Hay que dejarlo hervir a fuego lento durante una hora, así que decide bañarse mientras tanto. Su marido acaba de llegar y ella le dice que van a comer a las seis y que ni se le ocurra salir a tomar esa noche. Es domingo, por el amor de Dios.

Con el pelo todavía mojado, vierte dos latas de frijoles rojos en la olla y los deja cocer con la carne unos quince minutos más. Antes de apagar la estufa y llamar a su familia, le echa una última ronda de especias y salsa picante. Su esposo entra al comedor, pero su hijo no. Levanta la olla con las dos manos para llevarla a la mesa y vuelve a llamar a su hijo; cuando todavía no aparece, ella camina directamente a la sala con el chile entre manos para gritarle en la cara.

Su hijo está concentrado en algo y no la mira hasta que ella carraspea por encima de su hombro. Tiene una expresión rara y está blanco como el papel. Ella mira la pantalla y al fijarse en la última parte del cuento sobre el sacerdote dotado, se le cae la olla al suelo. La salsa es el mismo color que el tapete afelpado.

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