Dispositivo para encender en horas muertas

Diana del Ángel

Este poema comenzará un domingo en Iowa.
M. me habría contado que ese era uno de sus lugares favoritos en la ciudad,
pero no sabría si el tren aún pasaba por ahí.
Nos sentaríamos a mirar las vías construidas,
según la placa,
gracias al fervor comunitario por obtener una recompensa de 50 mil dólares
en el invierno de 1855.

 

 

Resuelva el siguiente problema:
Un tren marcha a principios de 1856, en pleno Imperialismo Capitalista. Ese mismo tren se abre paso por un bosque caducifolio a las dos de la tarde un domingo en Iowa, debajo de un mirador hecho ex profeso para mirar su paso.
¿A qué velocidad avanzó todo este tiempo?

 

 

Calcular con exactitud la intersección de dos cuerpos nunca es fácil,
aun así, una ardilla esconderá nueces entre las piedras,
segura de encontrar algunas en futuros días.
Yo miraré las durmientes
recordando otros rieles de cuando era niña
y el tren pasaba por la 16
e iba a mirar con otros niños su lenta marcha,
antes de que ese terreno público fuera privado,
y construyeran un campo de golf
en el que los señores del dinero se divierten
mientras los niños de la pobreza recogen pelotas.

 

Con maldad, uno de los mayores dice:
“Hay que poner una moneda de las grandes, antes de que pase el tren”.
Todos ponemos una y esperamos. Pasa el último vagón.
“Ahora tienen una moneda aplastada”, se aleja riendo.
Pero también está tibia.
Los viajes alteran la composición
molecular de lo llevado y lo traído.

Aunque partimos del mismo punto,
entre esa niña, imaginadora de posibles viajes,
y yo han habido muchos tránsitos.
Ella cree que en el futuro acecha la muerte,
yo sé que es un presente continuo.

 

 

Pregunta que se pregunta sobre la factibilidad de los viajes en el tiempo:
Si el tren de la 16 partió a principios de los noventa cruzando el territorio infancia a una velocidad moderada, ¿por qué no llegó puntual a mi parada adolescencia?

 

 

Tengo 15 o16 años y un amor fulminante.
Solo quiero impresionarlo y ser un poco como él:
quiero tener con qué responder cuando me cuente de su viaje en tren por el norte.
Mi vida es
una pequeña hoja en blanco
y yo me muero por escribir en ella.
Por eso lleno de naranjas mi mochila
y un termo con agua,
porque esto ocurre antes de que comience este poema
y también antes de que las empresas vendan la idea
de que el agua embotellada es más saludable.

Salgo de mi casa dispuesta a tomar el tren a Veracruz.
Mi plan es tomar notas en el camino,
comerme la mitad de las naranjas,
bajar en la última estación, vagar a sus alrededores
y comprar un boleto de regreso.
Llego muy temprano a Buenavista.
“Allá donde silba el tren”.
Yo todavía no hago más revueltas que en mi pelo,
pero me ilusiona siempre pensar en aquello que requiere ser roto,
y me imagino que me tocará viajar en alguno de los vagones
por donde pasó el mismísimo Zapata
o ya de perdida Villa.
También pienso en las Adelitas,
sacando medio cuerpo por las compuertas.
Fantaseo con sentir el viento en mi cara.

Llego a las puertas de la estación.
Cerrada.
Un policía se acerca a las rejas
y le explico que necesito comprar un boleto.
“Ya los privatizaron”, me dice.
Aunque sé que no se puede confiar en la policía,
en lo tocante a la extinción de Ferrocarriles Nacionales,
ese uniformado tiene la boca llena de razón.

 

 

Por muchos futuros posibles (se sugiere hacer un dibujo para obtener la respuesta):
El tren privatizador echó a andar en México desde principios de la década de los ochenta. En su camino ha arrasado con la telefonía, la banca, la ruta 100, la industria azucarera y la siderúrgica, el agua, la energía eléctrica, las carreteras, las aerolíneas, las historias pequeñas, las lenguas indígenas y todo lo que no puedo nombrar en esta línea.
¿Por qué no simplemente descarrilarlo si todo lo que nombra es pasado?

 

 

No recuerdo con exactitud cuándo,
en definitiva, antes de que comenzara este poema,
me hice a la idea de que viajar en tren era el viaje por excelencia
que era una fiesta y un desplazamiento al mismo tiempo.
Algo así me imaginé cuando me contaban que se subía todo tipo de gente
con pollos e itacate, que vendían pulque en el trayecto
y que llegaba hasta el mismísimo corazón del peyote.
También estaba convencida de que la ruta Buenavista-Veracruz
me acercaría a la prosa del transiberiano.

El viaje todos los viajes. Sueño
con estrenar mi hoja en blanco con una historia así,
pero se sabe: tren privatizador.
Siento que el blanco en mi hoja me duele
porque todavía no sé cómo contar los fracasos,
por ahora solo los reúno al margen de mis quince o dieciséis años.

Mirando las vías aquel domingo en Iowa
recordaré que de niña escuchaba decir, con acentuado dramatismo,
“ya se le fue el tren” o “este es su último tren”.
Estas frases eran siempre dichas sobre una mujer.
Tren quería decir, marido, compañero, concubino, en definitiva, hombre,
al que adherirse para tener un destino preciso y no descarrilarse.
Las señoras, históricas o ficcionales,
lo decían cada que se escuchaba
de una soltera llegando a los treinta.

Luego la vía se torció,
no de golpe, sino lentamente.
Muchas de las señoras, históricas y ficcionales,
ya no están ahora para saberlo
pero todo cambió.
Ahora se sabe que las mujeres son las únicas susceptibles de perder un tren
porque
son propensas a cambiar de rumbo
y han descubierto cómo hacer de los fracasos los mejores principios.

 

 

Desde luego eso lo sabré antes de que comience este poema,
pero después de que el tren privatizador haya robado mi aventura interoceánica
y al mismo tiempo que escuche pitar la locomotora en una ciudad donde no nací,
porque en verdad es posible que todo comience en el futuro.

Para llegar a este poema
no habré tomado ningún tren,
tampoco habré tenido complicaciones en la aduana.
Encontraré un recuerdo de mí misma
en este futuro del Primer mundo
a solo cinco horas de mi pasado tercermundista.

La niña que fui me está esperando aquí.
Mira pacientemente
el ir y venir de las ardillas, de los trenes y de mis infinitas paralelas.
Yo no sabré por dónde comenzar a contarle.
“Sólo tengo este futuro”, pienso, pero no me atrevo decírselo.
Parece muy pequeño, demasiado uno.
En este punto es más fácil mirar que hablar.

Calcular con exactitud la intersección de dos cuerpos nunca es fácil,
mucho más cuando se trata de la misma materia
repartida en múltiples posibilidades.
He perdido muchos futuros por aferrarme a este.
¿Eso lo dota de valor?
Soy esa moneda aplastada, pero tibia:
la fortuna entre los escombros del desastre.

 

 

 

 

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