Desfase

Por Linette Santana

Ilustración Euro Montero

La intranquilidad empezó en la mañana que te mudaste a la casa nueva. No fue un malestar físico, sino una sensación extraña, como si algo dentro de ti estuviera tenuemente fuera de lugar. Similar a como cuando te despiertas en una habitación de hotel y por un momento no sabes dónde estás, pero esa desorientación no se disipó con el paso de los segundos, se intensificó con cada respiración, con cada parpadeo.

La casa en sí era normal: una construcción de dos plantas en un tranquilo barrio residencial, con un pequeño jardín trasero y ventanas que dejaban entrar la abundante luz natural. El agente inmobiliario mencionó que llevaba varios meses vacía, esperando a los compradores adecuados.

—Es como si la casa los hubiera estado esperando —dijo mientras les entregaba las llaves.

Tu esposa Julia no lo notaba. Ella se sentía entusiasmada desempacando cajas, colocando fotos familiares en las paredes color crema, transformando ese espacio ajeno en su hogar. Sin embargo, te fijabas que cada objeto que sacaban de las cajas estaba incorrecto. Tampoco importaba cuántas veces reajustaras el ángulo del sofá o movieras las lámparas, todo parecía estar unos milímetros fuera de su sitio ideal.

Medías maniático las distancias entre los muebles, marcando con cinta adhesiva sus posiciones exactas en el suelo. Julia te observaba con una mezcla de preocupación y fastidio, llevaban cinco años de casados y nunca te había visto comportarte así.

—Estás obsesionado —te dijo irritada, después de verte reubicar el librero por quinta vez—. Es normal que tome tiempo acostumbrarse a un espacio nuevo.

Sus palabras pretendían ser reconfortantes, pero solo sirvieron para aumentar tu inquietud. ¿Por qué ella no podía sentirlo? ¿Por qué eras tú el único que distinguía que algo fundamental estaba mal?

No era solo el espacio. Con cada día que transcurría, la sensación de desplazamiento se acrecentaba. Te mirabas al espejo y tu reflejo parecía estar levemente desalineado, como una fotografía mal recortada. Percibías que tus movimientos tenían un microsegundo de retraso, como si tu cuerpo y tu mente estuvieran operando en diferentes frecuencias.

Las semanas siguientes fueron difíciles.

El lugar donde trabajabas también se vio afectado. Tu oficina —antes un refugio de orden y productividad—, se transmutó en otro espacio distorsionado. Las teclas de tu computadora parecían estar en lugares equivocados y los archivos en tu escritorio se reorganizaban solos cuando parpadeabas. Tus compañeros empezaron a notar que algo andaba mal en ti al encontrarte contemplando las paredes, murmurando sobre ángulos y distancias.

Con el tiempo, empezaste a tomar apuntes. Al principio como un intento de racionalizar lo que experimentabas, documentando cada anomalía, cada momento en que la realidad parecía deslizarse fuera de foco.

Julia encontró uno de tus cuadernos una tarde mientras limpiaba tu estudio. Ella, impulsada por la curiosidad, lo abrió y leyó las páginas llenas de observaciones:

«3:27 AM – Mi mano derecha se mueve 0.3 segundos después de que lo pienso».

«5:45 PM – Las sombras en la pared están desplazadas 2 cm hacia la izquierda de los objetos que las proyectan».

«2:15 AM – Mi reflejo parpadeó antes que yo».

«4:50 PM – El reloj de pared marca la hora correcta, pero los segundos están desincronizados con mi reloj de pulsera».

«1:33 AM – Las tablas del piso crujen en un patrón que parece seguir algún tipo de secuencia matemática».

«7:15 PM – La distancia entre el sofá y la pared aumentó 3 mm desde la última medición».

La preocupación de Julia se transformó en miedo. Te llevó a varios especialistas: neurólogos, psiquiatras, terapeutas. Las consultas se convirtieron en una procesión interminable de batas blancas y diagnósticos tentativos. Todos coincidían en que sufrías algún tipo de trastorno de despersonalización, posiblemente gatillado por el estrés del cambio. Te recetaron una variedad de medicamentos que se suponía ayudarían a «realinear» tu percepción: antipsicóticos, ansiolíticos y estabilizadores del ánimo.

Cada píldora era una promesa de normalidad que se disolvía en tu lengua sin cumplirse.

Pero tú sabías la verdad. No era tu percepción la que se encontraba mal. Era la realidad la que se estaba dislocando, y los medicamentos solo servían para nublar tu capacidad de percibirlo.

Meses después, comenzaste a notar otros patrones inquietantes. Las fotografías en las paredes cambiaban sutilmente cuando nadie las miraba. En una, tu madre sostenía su taza de café con la mano izquierda, aunque recordabas vívidamente que ella era diestra. En otra, el vestido de bodas de Julia era azul pálido, no blanco como figuraba en el día de tu boda. Y las fotos de la luna de miel mostraban lugares que no recordabas visitar, aunque Julia insistía en que fueron parte del itinerario.

Cada vez que cerrabas los ojos, la realidad se desplazaba un poco más, como un tablero de ajedrez donde las piezas danzaban con voluntad propia. Eventualmente dejaste de dormir. Por las noches, escuchabas el crujir de las paredes, sin embargo, no eran los sonidos normales de una estructura asentándose, eran como huesos dislocándose, como si el espacio mismo se estuviera retorciendo.

Julia prefirió dormir en la habitación de invitados. Decía que tus constantes mediciones y murmullos nocturnos le impedían descansar, pero sabías que era más que eso.  Empezó a mirarte de forma diferente, como si ya no reconociera al hombre con quien se había casado.

Instalaste cámaras de seguridad en toda la casa, esperando capturar evidencia de los cambios. Las grabaciones solo mostraban estática en los momentos críticos, o peor aún, exponían una realidad normal que contradecía tus recuerdos. La tecnología parecía conspirar contra ti, alineándose con ellos.

La obsesión con los espejos inició de manera gradual. Primero fue uno pequeño que colocaste estratégicamente en el pasillo. Luego otro en la cocina y en el estudio. Antes de darte cuenta, convertiste el sótano en una cámara de espejos, cada superficie reflectante colocada en ángulos precisos que solo tú entendías. Habías trazado complejos diagramas en las paredes, intentando mapear los puntos donde la distorsión era más fuerte.

—¿C-Cuándo fue la última vez que fuiste a trabajar? —te preguntó Julia una mañana, su voz temblando entre la ansiedad y el pánico. No pudiste responder.

Los días se habían fundido en una masa amorfa de tiempo desarticulado.

Una noche, mientras observabas tu reflejo en uno de los espejos del sótano, notaste algo perturbador. Tu imagen no solo lucía desalineada; estaba equivocada. El tú del espejo tenía cicatrices que no recordabas, arrugas que no deberían estar ahí, una mirada que no reconocías como propia. Y entonces lo entendiste: no era tu reflejo el que era incorrecto. Eras tú quien estaba en el lugar equivocado.

La revelación te golpeó con la fuerza de una epifanía y comenzaste a grabar mensajes en tu teléfono:

«La casa no está dislocada. El universo no está dislocado. Soy yo. Estoy ocupando un espacio que no me corresponde. Hay otro yo, el verdadero yo, que debería estar aquí. Y está tratando de regresar».

«Las fotografías cambian porque están tratando de corregirse. Están intentando mostrar la realidad correcta, la realidad donde él existe y yo no. Cada cambio es un intento del universo por restaurar el orden natural».

«Julia no nota las diferencias porque ella pertenece a esta realidad. Ella es la esposa del otro yo, no mía. Por eso me mira diferente. Por eso siente que no me reconoce».

La última grabación que encontraron en tu teléfono era confusa, entrecortada:

«Los espejos… no son ventanas, son puertas… Él viene por su l-lugar. Yo… yo estoy en el camino. Julia, perdóname. T-Todo este tiempo pensé que estaba perdiendo la cordura, pero ahora lo veo claro. No estoy loco. Estoy… desplazado».

Julia te encontró inconsciente en el sótano, rodeado de sangre y espejos rotos. Te internaron en una institución psiquiátrica, diagnosticado con un severo brote psicótico. Los médicos dijeron que mejorarás con tratamiento, que volverás a ser tú mismo. A veces, en los momentos de lucidez entre medicamento y medicamento, miras tu reflejo en la ventana de tu habitación y notas que tu sonrisa aparece una fracción de segundos antes de que tú sonrías.

Julia viene a visitarte los domingos. Se sienta frente a ti y habla sobre cómo va su vida, sobre que vendió la casa, que se mudarán a un apartamento cuando te den el alta. Su voz es amable y sonríe mientras lo dice, pero te percatas que su sonrisa también está ligeramente desalineada. Y cuando se va, puedes ver su reflejo quedarse un momento más en el cristal, mirándote con una expresión que no coincide con la que tenía hace un instante.

Tal vez ella también lo está empezando a notar…

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