Descuajeringados

por Yanina Audisio

Ilustración Euro Montero

Casa grande. La mole de las galerías anchas y las puertas altas. Varias generaciones copularon aquí. Un apellido, una herencia, una voracidad. Prolongados. Una raza de caballos, un negocio, una peonada ocre que incluye en sus filas a algún que otro rubiecito. Mulas también.

En este momento una luz en el campo atraviesa la banderola del baño. La niña Patricia, con el camisón alzado, acaba de limpiarse. Se encuentra con esa visión que el vidriecito no detiene. La luz transcurre por su cuerpo estremeciéndolo. Aparece algunas noches, de afuera hacia dentro, yerra fantasmal, daño aquerenciado en estas tierras. La niña Patricia acomoda los calzones y huye hacia el dormitorio de la tía. A oscuras se mete en la cama ancha. La tía gira y la abraza, dormida. Una mano de la tía calienta el pezón derecho. Se queda ahí un rato largo y después baja hasta la cadera y se contrae, ligeramente. Reflejo de monta había dicho uno de los peones viejos explicándole a uno jovencito lo que hacen las yeguas cuando el potro las aprieta. La niña Patricia también quiebra la cintura y saca la cola, sin querer. La tía gira para el otro lado y sigue durmiendo. La niña recuerda la luz en el campo, en la banderola del baño y vuelve a estremecerse, pero esta vez con la mano en la cachuchita. Espanto y calentura, la mano se le moja y se duerme.

La casa es pequeña por las noches y no alcanza a acomodar lo que éstas desordenan. La luz en el campo seguramente recién acaba de apagarse. En un rato más vendrá el día y el día es otra cosa. Cada cosa en su lugar. Toda una filosofía de corrales. Largos rosarios de nácar para pedir que nada deje de ser como es, como sea. La tía le pone la mano sobre un hombro a la niña Patricia y la obliga arrodillarse. Tus oraciones matinales, mocosita. Que si no después andás con ideas diabólicas en la cabeza, despierta en medio de la noche y hablando pavadas.

Relincho y patadas allá afuera. Se cumple la cópula de los cuadrúpedos. El papá vuelve de la feria. La mamá borda encerrada en su piecita o cose o lee o mira los dibujos coloniales de las baldosas, flores pinchudas o estrellas florales. A sus pies, como siempre, el ovejero belga. El que le calienta los pies y la lame donde ella se pone el dulce de zapallo. Eso es después, eso es más tarde.

Por la noche. De su sustancia espesa, espinosa, ambarina, brotan los rubiecitos sin el apellido y el resplandor fatuo desprendido de la tierra y los que no llegan a nacer por obra de algún yuyo. Y la baba del perro inunda la tristeza de la señora de la casa y la licúa. La niña Patricia va al baño y cree que la luz la persigue. Cerca de la casa, no más de cincuenta o sesenta pasos, algo que alguna vez tuvo víscera ahora toma la luz como su lenguaje. Son huesos desparramados por ahí, le dijo Almada, el capataz, como si eso fuera suficiente. ¿Y para qué la buscan a ella esos huesos? Ese mensaje que no puede reconocer (¿reclamo, plegaria, bendición, denuncia?) le da su presencia, la hace sentir elegida, la salpica. ¿Esos huesos son una parte de la familia? Lo muerto siempre es una parte de la familia. Están haciéndola y, extrañados, temblarán bajo su luz.

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