Cuban Trophy

Elizabeth Mirabal

(Fragmento)

Tu madre te pregunta por qué has puesto en la novela que ella es incapaz de asumir un segundo plano. Y no le dices nada. Quisieras contestarle que precisamente por eso: su mención es lo único que te comenta del libro, como si el resto fuese prescindible, para ella parece serlo. Te has resistido a enviarle fotos y cuando caes en la debilidad sentimental de hacerle llegar una, solo se le ocurre decir que luces mal. De alguna manera debes agradecerle que te fue despojando de todo. La sensación de no tener nada te impulsó a marcharte y excluirte del círculo agónico en que se había convertido tu casa.

Ella no era así, pero nadie te cree. Se sentaba a forrar tus libros de la escuela, demostraba su habilidad para envolver los regalos del día del maestro. En ocasiones con su pelo rubio y sus blusas elegantes, decidía llevarte al matutino que precedía a las clases. Cuando ganabas medallas en concursos de conocimientos, cuando demostrabas que podías destacarte, se sentía muy contenta. Ahora avisas de la llegada puntual del dinero, y dice que te extraña y que tiene deseos de verte. Y que está preocupada por ti. Quisieras recordarle que no se preocupaba tanto cuando le pedías que te fuera a buscar porque estaba lloviendo y era de noche. Tenías entonces dieciséis, diecisiete años. Y también tenías miedo. No había gasolina, era su excusa preferida. Hasta que dejaste de llamar. Ibas caminando, pues los hombres borrachos podían ponerse a orinar dentro de las guaguas en frente de los pasajeros. Descubriste que las trasvestis salían de noche y que hacían largas peregrinaciones por las calzadas y avenidas principales. Eran tan hermosas, con sus sayas cortas, sus rostros maquillados, sus perfumes en un reino de sudores y pestes. Nunca te hablaron. Pasaban cerca, como seres mitológicos que solo tú, caminante nocturna, podías admirar. Pero le dices nada, lo piensas. Prefieres evitar las discusiones.

Llegabas a la casa y salía tu vieja tía a abrirte la reja. Tu madre estaba durmiendo. A veces imaginabas que de haberte sucedido algo en la calle, hubieran tenido que desperezarla y avisarle para que fuera ella a hacer la comparecencia de mamá amante a ese lugar donde ibas a estar violada. Pero nunca pasó nada. Tuvo suerte para que los otros suplieran lo que no era capaz de darte. Ella era la persona de los grandes momentos. Incluyendo las enfermedades muy graves, esas raras e inexplicables que te dieron de pequeña. Estuvo contigo todo el tiempo en el hospital, pues el padecimiento te hacía otra vez «destacada», otros tres niños las habían sufrido antes que tú y habían muerto. Te salvaste. Sobreviste. Gracias a los doctores, a los sueros experimentales, a tu familia, a la providencia, gracias también a ella, que contaba una y otra vez que veló por ti, que ni siquiera se bañaba. No has podido ser protagonista ni de tus propias desgracias.

Antes no conseguías evitar contarle cuanto te pasaba. Se sentía bien cuando hablabas con ella, como si pudiera protegerte con tan solo escucharte. En este momento esa es una puerta infranqueable. Dice Marguerite Yourcenar que su madre parecía un hada y que, como se sabe, es muy difícil convivir con un hada. Te han dicho que hasta que no resuelvas esta situación maternofilial, no podrás tener hijos. Como una isla conflictiva con la madre patria peninsular. Y callas pues te resistes a revelar que no hay envés místico en lo que te sucede.

La verdad es que ignoras si en realidad quieres tener hijos o manifiestas que quieres tenerlos porque eso es lo que se espera que quieras. Del mismo modo que se asume que te molesta vivir sola. Siempre te has sentido incómoda en presencia de los niños. Jugabas con los de tus amigas. Dejabas que te vistieran de novia con sábanas blancas, que te peinaran y halaran el pelo, que te registraran la cartera. Te convertías en una criatura desposeída frente a ellos, incapaz de asumir ningún rol autoritario. También descubriste en esos juegos que, aun pequeños, pueden ser suicidas. Uno trató de ahorcarse con la manguera de la ducha mientras lo bañabas. Un deseo intuitivo de morir que te dejó impresionada por mucho tiempo. ¿Se puede estar tan triste a tan corta edad? Seguro, tus pensamientos y angustias son los mismos desde que tienes raciocinio.

*

Ha preservado la noticia sobre la primera momia embarazada. Una mujer muerta entre los veinte y treinta años, embalsamada junto con su feto momificado. Ella luce inflamada hacia las caderas, una mujer con su secreto, su verdadero misterio adentro durante estos siglos. Preparada para secarse con gracia como flor en prensa nueva. Lo descubrió una de las antropólogas del equipo: esa «anomalía» era un niño.

Conserva el recorte a mano para poder releerlo cada vez que quiera. Las imágenes del feto le hacen pensar en Los amantes de Magritte. Un niño que pudiera ser el de cualquiera. Él también inmortalizado, con sus brazos en cruz, dentro de un útero milenario. Dejado allí, nonato y dormido, ¿muerto antes, junto o después que ella? La calma recorrer con la vista sus radios, sus cúbitos. La membrana color tierra rojiza que los cubre a ambos. No le interesa saber que ella era oriunda de Tebas, tampoco que posiblemente fuera parte de la realeza, pues el tiempo se ha encargado de atenuar las geografías y los rangos. Antes de la enfermedad mortal, imagina la expresión de su rostro cuando el atraso de su período menstrual la puso en alerta, la ve sumida en ancestrales preparativos rituales. Él fue un niño venerado, sin duda. Al que, ni siquiera muerto, se atrevieron a molestar o separar de su madre.

Se ha acostumbrado a viajar con ese recorte en su cartera. No necesita extraerlo para saber que ellos dos la esperan cuando regresa. Son sus mascotas antiquísimas, prestas a darle la bienvenida a su universo de polvo. Puede adivinar cuánto les agrada que piense en ellos. La dejan participar de sus vidas. Ella le permite bañar al niño, llevarlo de paseo, cantarle canciones de cuna, acomodarle la cabeza cuando debe darle el pecho. Él le tira los brazos para que lo alce y se queda quieto cuando lo peina. La mira en silencio, largos ratos, sin pestañar. Y esa es la señal de que es un sueño, el que no necesite parpadear para mantener la humedad de sus ojos secos. Cierran la puerta de su habitación con la promesa de que mañana podrá volver a verlos. La despiertan para retirarse a sus vidas y ser otra vez ellos dos. Como si le recordaran que es una visitante.

*

Ha llegado sin avisar, prefirió evitarles la espera en el aeropuerto, la tensión de conseguir un taxi para ir a buscarla. Se para en la reja y llama a la tía, como en aquellas madrugadas. La siente arrastrar los pies hasta la puerta, mientras repite: «No. No. No». Llora al verla parada dentro del portal. La abraza. Está más menuda y frágil, la abarca toda con ese abrazo. Entra las maletas y cierra la puerta de la casa, no quiere prolongar esa escena privada en un espacio que siente casi público. La reciben los muebles de la sala, los mismos que han estado allí desde que nació. Hay algunas fotos de ella, sus diplomas. La humedad del pasillo ha desconchado las paredes.

Lo primero que hace es darle los regalos que le ha traído. Son pocos, pero de buena calidad. También extrae la comida: chocolates, queso en polvo, sobres de sopa instantánea, café. Esas son las ofrendas con que ha viajado tras varios años sin poder volver. Abre la bolsa de golosinas, y le pide que coma con cierta desesperación, como si con tres bombones pudiera revertir lo delicada que la ve. Va a la cocina y cuela café. Un café sin agregados extraños, un buen café, pues a eso han quedado reducidas algunas alegrías. Comienza a comportarse de forma gozosa.. Evita sus lamentos y tribulaciones, que de momento parecen menos transcendentales. Ella quiere que se vista bonito para ir a comer. Pero la tía se justifica: tiene las piernas inflamadas, los zapatos le hacen daño. Ella, en este papel de reina maga, le muestra unas cómodas pantuflas rosadas que le ha traído. También le enseña un frasco de Venatón, ese líquido milagroso al que se le atribuye la capacidad de ayudar a circular la sangre. Como si con ella vinieran las soluciones. Aparece su madre, que ha escuchado la algarabía. También llora. También la abraza. También toma café. En algún momento, repite lo mismo que cuando ella ha mandado fotos: que luce mal.

El teléfono inteligente ha perdido la conexión, y no consigue mostrar su ubicación actual ni predecir el estado del tiempo. Queda disminuido a cámara de fotos. Va hasta el que era su cuarto y cuando abre el escaparate, se reencuentra con casi toda la ropa que no pudo llevarse. Colgada, doblada, a la espera. Su tía entra y le dice que regaló los ajustadores a su vecina, maestra retirada, que no tenía. Ella asiente en señal de aprobación, pues le costaría hablar ahora. Lo otro pasó a su hermana como ella dejó indicado.

El escaparate le respira un olor perdido. Un olor a muchacha. También ve el espejo manchado por falta de azogue heredado de la abuela, un bebé de juguete negro con una cinta roja en la cabeza, un pomo de agua bendita vacío. Salen de la casa, que ha comenzado a ahogarla. Le pide al taxista que busque el Malecón y que baje las ventanillas. El aire despeina a su tía que se voltea para decirle que desde que ella se fue, no había vuelto a ver el mar.

Se bajan en un restaurante caro, de nombre exótico. Uno de esos a los que no las podía invitar antes. Son las únicas clientes y las reciben como si fueran las condesas de Merlin. Su tía se queja de que ha ido a ese lugar tan elegante en pantuflas, pero ella la tranquiliza mientras la ayuda a subir unas escaleras: nadie se ha fijado en eso, lo único que les importa es que ella pagará. Solicita que abran las ventanas (no quiere nada cerrado) y pueden ver la torre de un viejo convento, del que sabe el nombre aunque decida no mencionarlo. La camarera es amable y dulce, en especial con su tía, lo cual va a premiar con una propina generosa. Han mandado a llamar a un pianista que comienza a tocar las danzas de Ignacio Cervantes, aquel músico que solía reunir dinero desde el exilio para apoyar las luchas por la independencia. Su tía llora con «Ilusiones perdidas».

*

Hace unos inventarios en los que anota lo que hace falta y no llevó esta vez. Revisa los cajones de fotos y escoge algunas. Va hasta los restos de su biblioteca, desterrada al garaje por su madre, y rescata dos libros de su adolescencia: las cartas de amor de Gertrudis Gómez de Avellaneda a Ignacio Cepeda y Lil, la de los ojos color del tiempo. Mide cinturas y corrige las medidas de las plantillas de los pies para mandar zapatos.

Nunca deja que la despidan, del mismo modo que no les avisa para que la esperen. Su madre se encierra en el cuarto llorando. Su tía empequeñecida por sus casi noventa años se para tras la reja del portal. Verla diciéndole adiós con sus manos deformes por la artritis, la destruye. No habla durante el trayecto hasta el aeropuerto.

Al regresar de Cuba, es siempre igual. La recibe un cartel hecho de flores artificiales que reza LOVE. Así empieza una semana de limbos. Son 45 minutos, pero es viajar entre mundos. Atrás quedan gestos simples con que ha podido honrar a la tía  cortarle las uñas de los pies, limpiarle la casa a fondo, llevarla a ver el mar. Pues ver el mar en una isla parece ser una aspiración muy alta.

Descarga todas las fotos del teléfono, pero deja algunas en los álbumes digitales, como esas imágenes que antes habitaban en monederos y billeteras. Regresa a ellas, las amplía, las mueve, encuadra sus ojos, el pelo canoso, el doblez de un dedo. Tiene miedo de que la distancia termine por desdibujarle los detalles y los repasa como quien mira los hitos en un mapa de piel. Luego intercala los libros en una nueva biblioteca post-exilada, babélica y sin concierto. Repasa las notas de su diario de viaje, incluyendo las cuentas de los gastos diarios en que la suma inicial va restándose hasta hacerse cero. Cree que fue Maryse Condé quien dijo que no le interesaba escribir nada que no fuera al final político. Ella no tiene que plantearse ese objetivo: no puede escribir nada sin que termine siéndolo. El trabajo fuerte que le espera va a encargarse del resto: atenuará hasta la nada los últimos vestigios de su resaca sentimental. En un mes, este viaje parecerá de un año atrás, como si no hubiese ido.

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