Calipigia

David Olguín

VOZ 1: Mis pensamientos cabalgan tan rápido que me brinco palabras y termino pensando en imágenes. Esa condición mental me predispone a la anticipación. Imagino a futuro de modo permanente, sin freno… Es un hábito, qué decir, un poco malsano, digo malsano porque trae consigo desasosiego, inquietud y, cómo explicarlo, mi cabeza se vuelve una especie de máquina que proyectara visiones, una tras otra, tras otra, el porvenir visitado de manera incontinente y desbocada, desbocada no, ojalá el problema pasara por la boca pues las palabras siempre dan orden y estructura. Pasa, más bien, por los ojos como una especie de pantalla interior: ensoñación, fantasía, suspensión del tiempo… Son las cuatro de la tarde. Sol a plomo y ni un alma. Pandemia en la Ciudad de México, la Ciudad más grande del mundo y nadie en sus calles infinitas. Irreal. Silencio absoluto. Solo ella y yo, solo ella y yo.

VOZ 3 (al celular): Aburrida, triste, triste y cansada, así estoy…

VOZ 2: Ella me dijo: «Qué extraño. Parece un espejismo». Me atreví a murmurar: «¿Yo?»

VOZ 3: Al menos aquí estoy… estamos… vivos.

VOZ 2: A saber cómo alcanzó a oírme; mi voz era apenas un susurro asombrado. Ella estaba lejos, segundo piso, así que tuvo que gritar: «Usted, usted… me refiero a usted que parece una estatua… quieto, como muerto en medio del camellón…»

VOZ 3: Triste y cansada y, sin duda, muy aburrida…

VOZ 2: Si había una estatua, era ella misma. «Calipigia en tenis rojos», me atreví a pensar. Yo ni parpadeaba, no fuera a ser que yo mismo rompiera el hechizo.

VOZ 1: Es perturbador cuando las imágenes llegan con los ojos abiertos.

VOZ 3: Triste y cansada, y muy pero muy… Creo que en el umbral de una depresión marca diablo.

VOZ 2: «¿Me permitiría saber su nombre, señorita?», quise preguntarle, pero me mordí la lengua. Era ridículo.

VOZ 3: Angustia, más bien. Eso. Angustia. Ganas de gritar.

VOZ 2: Recuerdo un letrero deslavado por la lluvia y el sol. Lavandería Roma veinte veinte… De seguro ella les había dado permiso de colgar la lona con el anuncio, atada a la herrería de su balcón…

VOZ 1: La historia galopa, avanza en cuadros como fotogramas imparables… Ni tiempo para sentir, para degustar esas imágenes que me asaltan o para que una imagen traiga consigo sensaciones y despierte los placeres del gusto, sonidos, canciones que evoquen alguna emoción precisa, sinestesia, la caricia olfativa de las flores, por ejemplo, un perfume… Pausa… Suspendido en el aire, un colibrí aletea inmóvil, frente a mi ventana… «Llévame lejos», le digo… Pandemia en la Ciudad de México. Abundan pájaros y ardillas equilibristas en los cables.

VOZ 2: Casi tuve que gritar para que ella me escuchara. En ese entonces tenía fuelle, pulmones vigorosos. No como ahora que mi voz naufraga en mi garganta. Cargo con ochenta años, se dice fácil.

VOZ 3: No sé si es el calor o las noticias, o simplemente todo esto que nos roba el sueño, me siento… mal, punto, mal…

VOZ 1: Abril, primavera cruel, la cuenta de los muertos parece imparable… Da miedo respirar. Cierro la ventana como si pudiera detener así los contagios. El colibrí ya aletea en otro lado de la Ciudad.

VOZ 3: ¿A ti no te pasa? Ojalá solo fuera el calor, pero no… Es… aburrimiento, preocupación, una tristeza profunda, todo junto… Nueve semanas de encierro, homeoffice, vivir pegada a la compu. Salgo al súper con doble cubrebocas, careta, y me vuelvo a encerrar; llego apestando a gel de tanto tallarme las manos, a aerosoles, cloro, a miedo a la muerte… Maldita pandemia, dan ganas de gritar, maldito encierro, si no te estuviera hablando, me pondría a gritar ahora mismo… ¿Que dónde estoy? En mi balcón, fumando en mi balcón. ¿Y tú?… No te oí, ¿qué dijiste?… Ah, ya, sí, claro, digo que sí, que ojalá tuvieras balcón… Bueno, mi departamentito al menos tiene esa ventaja.

VOZ 1: Desde mi sexto piso, miro hacia abajo y te descubro: ahí estás, ahí, en el destartalado balcón de arriba de la lavandería…

VOZ 2: Ochenta años, se dice fácil.

 VOZ 1: Te ves preciosa en piyama a las cuatro de la tarde: celular en mano, un cigarrillo en la otra. De inmediato, me imagino cerca de ti, ojalá hubiera estado cerca, desde siempre, pero sí, ya estoy muy cerca y me das una calada de tu cigarro y muy pronto cambia el paisaje y yo me veo contigo, y ya estamos lejos, lejos de tanta muerte que nos rodea y tú usas los mismos tenis rojos de siempre, Converse —llamaron mi atención desde que te vi por primera vez, hace unos cuantos segundos, mientras tomabas aire ahí, en tu balcón…

VOZ 2: Lavandería Roma…

VOZ 3: Nadie en la calle, nadie. Increíble, ¿no? Me siento tan sola.

VOZ 1: ¿Cuál será tu nombre?

VOZ 3: La Ciudad más grande del mundo. Aquí hay gente hasta en las alcantarillas y ahora ni un alma… Podría quitarme la piyama en este instante, quedarme desnuda en el balcón y nadie, absolutamente nadie se detendría a verme porque a nadie, absolutamente a nadie le importo. Nunca me había sentido así. ¿Me entiendes?

VOZ 2: ¿Cómo iba a escucharme si mi voz se apaga en cuanto suena? Ochenta años, caracol cansado, apenas una sombra bajo este sol sin tregua, memoria de teflón, carajo, tardé toda una vida en descubrir la palabra más bella que haya oído jamás: calipigia.

VOZ 1: Recorres, como león enjaulado, tu balcón. Hablas apasionadamente al celular.

VOZ 2: Calipigia. Aunque me sorprendió la palabra, no pude memorizar el significado. ¿Cómo era posible tanta desmemoria? Bastaron horas para olvidar la palabra más bella que… qué iba a decir, la palabra, ah sí, entonces… días enteros de búsqueda obsesiva en mi cabeza y en el diccionario hasta que di de nuevo con ella: calipigia.

VOZ 3: No, no es desesperación, es otra cosa…

VOZ 1: «¿Cómo te llamas?»

VOZ 2: Calipigia.

VOZ 3: Hoy es uno de esos días en los que mandaría al carajo a mi jefe, hoy es uno de esos días en los que arrojaría la computadora por la ventana, llenaría mi maleta con solo una muda de ropa, unos cuantos recuerdos, quemaría mi departamento y me largaría de esta Ciudad de mierda para siempre, empezar de nuevo, ser otra en otro lugar y con otra gente. ¿Pero a dónde diablos si la pandemia está en todas partes? Hoy es uno de esos días en los que «daría muerte a una monja con un golpe de oreja…» ¿Te acuerdas?

VOZ 1: El balcón es pequeño. Un metro por cuarenta si acaso. Pequeñito, roído, cascado. Te agitas de un lado a otro como en una jaula, manoteas.

VOZ 2: Calipigia… así te llamas…

VOZ 1: Ella enciende otro cigarrillo en cuanto termina la llamada. Ve su celular. No, no, ¿qué pasa?… El celular se le va de las manos y se estrella en el piso. No vi si lo guardó o qué, pero en mi cabeza lo escucho estrellarse. Es un desastre perder algo así en estos momentos.

VOZ 2: ¡Calipigia!

VOZ 1: Ella mira hacia el camellón como si hubiera oído el grito de alguien. Se ve tan triste… melancólica y triste…

VOZ 2: ¡Calipigia! ¡Calipigia!

VOZ 1: La veo inclinarse extrañamente sobre el balcón… No, ¿qué haces?

VOZ 2: ¡Calipigia!

VOZ 3: Qué extraño. Parece un espejismo.

VOZ 2: ¿Yo?

VOZ 1: Dobla su cintura, como si le hablara a alguien, pero no hay nadie, ni en la banqueta ni en el camellón… Parece mirar al abismo, boca abajo…

VOZ 3: Usted, usted… me refiero a usted que parece una estatua… quieto, como la muerte…

VOZ 1: No, qué carajos haces… Sus manos se sueltan del balcón… Cuando dejo de verla, no lo pienso dos veces, la imagino suspendida en el aire, arrojada al abismo y corro endiabladamente hacia la puerta de mi departamento y la abro y me precipito, sin cubrebocas, sin llaves siquiera, por el cubo de la escalera…

VOZ 2: Cargo con ochenta años, mi memoria ya me tiende trampas, pero aquello me pareció un sueño: una joven, con tenis rojos, desnuda en un balcón. Era un regalo de la vida… Ojalá yo hubiera tenido alguna ocasión de hablarle, solo eso, hablarte, atreverme a decir cualquier cosa, alguna tontería como «me das tu hora por favor» —ridículo… vejete ridículo—, «¿quieres un café?», «me gustaría conocerte, con prudencia y respeto, claro, presentarme…» y que tú descubrieras que he sido un hombre que no le ha hecho mal a nadie, que me casé y tuve dos hijos y que fui una pareja leal, buen ciudadano… qué terror, qué curriculum vitae… demasiado, como decirlo, tal vez demasiado convencionalmente aburrido, acaso infinitamente cansado y aburrido y quizá un poco infeliz, señorcito demasiado bien portado, incapaz de treparse a una moto, peinadito, muy ajeno y ahora terriblemente lejos de aquel muchacho arrebatado que alguna vez fui…

VOZ 1: Bajo la escalera enloquecido, aferrando cada tanto el barandal para no caer, no caer entre tantas caídas y desgracias que ya nos rodean, brinco escalones mientras aúllan sirenas de ambulancia que transportan santos cristos y cristas que no encontrarán cama en los hospitales saturados, mientras los aleros, toldos y tejabanes dan techo al ejército de vagabundos que se ha quedado sin casa, mientras caen las bolsas y los precios del petróleo y la economía y los oxímetros también caen por los suelos mientras los hornos crematorios no se dan abasto y tropiezan mis esperanzas de encontrarte a salvo después de una caída tan aparatosa desde el balcón de un segundo piso…

VOZ 2: Cerré los ojos porque no quise que vieras caer mis lágrimas…

VOZ 1: Crucé la calle atropelladamente y me detuve en el centro del camellón…

VOZ 2: Entonces abrí los ojos.

VOZ 3: Adiós.

VOZ 2: Dijiste…

VOZ 1: No estabas. Ni estampada en el piso —por fortuna—, ni en tu balcón. Simplemente no estabas.

VOZ 2: Me vi joven y hermoso y joven nuevamente, plantado ahí, en medio del camellón, como novia de pueblo.

VOZ 1: Crucé la calle disparado hacia la puertecita del pequeño edificio…

VOZ 2: Me tallé los ojos.

VOZ 1: Toqué el timbre.

VOZ 2: Alcancé a verte doblar la esquina con una maleta en la mano.

VOZ 1: Toqué el timbre.

VOZ 3: Adiós.

VOZ 2: Te reconocí por los tenis rojos.

VOZ 1: Toqué el timbre una y otra vez y entonces, envuelto en mi desesperación, me senté al pie de la Lavandería Roma 2020 como si hubiera envejecido de golpe, como si una doble caída de veintes cayera sobre mi espíritu con todo el peso de la vida perdida en el encierro. Más que triste de tanto sin ti.

VOZ 2: Pandemia.

VOZ 3: Adiós.

VOZ 2: La vi cruzar frente a mis ojos en una motoneta.

VOZ 1: De repente, vi el celular destrozado en el piso. Era real. Ella había sido real.

VOZ 2: Calipigia con la cabellera suelta, sin casco, sudadera y pantalón de mezclilla. La reconocí por los Converse rojos. Desafiante, con la determinación y la libertad que solo tienen aquellos que van a ninguna parte, aquellos que simplemente aceleran queriendo devorar vida y más vida.

VOZ 1: Cuatro de la tarde. Sol a plomo y ni un alma. Pandemia en la Ciudad de México. Nos quedamos solos ella y yo, ella y yo.

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