Avispa

Lucía Marín

Ha visto a las avispas bajar a beber a la piscina desmontable que compró en un impulso. Los asuntos grandes o caros los despacha así, los nimios se vuelven un laberinto. Las ha visto beber con precisión varias veces y se ha escuchado explicando que ellas también tienen sed —y nosotros mucha agua—. Mil litros de agua envasados en un patio de tierra seca. Los gorriones cantan entre las ramas del almendro amargo que cubre el patio, como una mano que protege los ojos para mirar. Desde que colgó la hamaca no se ha tumbado en ella. Quizá ahora lo haga. Esa hamaca suponía el símbolo del buen vivir. La hamaca atada al almendro amargo sobre la tierra seca junto a mil litros de agua envasada. Se muerde un nudillo esperando: aprieta, afloja, clava, cede. Hasta que algo sutil la llama. Enfoca su mirada en una avispa que ha caído al agua. Las ondas en torno a ella se expanden concéntricas y se pregunta si ya ha pasado la edad en la que sus hijos pueden jugar solos en la piscina, que apenas cubre medio metro. Solos sin ahogarse. Entonces recrea en su mente a tiempo real el ahogamiento de uno de los niños siendo ella, en primera persona, ese cuerpo infantil que trata y trata de salir pero no lo logra. Los ojos abiertos, confundidos, la cara espantada, los brazos tensos de agitación. Se inunda el pecho hasta cuándo. Para. De nuevo retoma su rol de adulta y se imagina encontrando el cuerpo hinchado de su hijo boca abajo, el cabello flotando como tentáculos, algas, rayos del sol. Se explicaría a sí misma que había cerrado desde el salón la puerta del patio porque las moscas con sus caricias repugnantes no la dejaban pensar. Y ella necesitaba pensar para entender. Para apartar aquella masa espesa que había amortiguado su funcionamiento en el mundo real. Por eso habría cerrado. Pero tras no sabía cuántos minutos de silencio había decidido asomarse al aliento cálido del patio. El escenario donde hallaría ese cuerpecito que cada noche miraba dormir. Dos piernas como bollos horneados y una espalda suave con un par de lunares. Los peces de colores del bañador, quietos. Y no sentir nada. Porque la culpa no es un sentimiento para ella, sino el cemento que une un trozo de su cuerpo con otro. Un acto con el siguiente. Pero hoy los niños no están.

Mete una ramita de almendro en la piscina y saca a la avispa con cuidado hasta dejarla en la tierra.

Mira la hora en el teléfono. La pantalla tiene minúsculas gotitas de sudor porque lleva un vestido sin bolsillos y lo guardaba entre el sostén y el pecho. Lo limpia con el bajo de tela y lo guarda de nuevo. Se tumba en la hamaca porque cree que debe hacerlo. Relajarse, respirar. El canto de los gorriones no cesa. Anoche cayó un polluelo al suelo y esta mañana ha visto cómo la madre bajaba hasta el patio a alimentarlo. Él se esconde tras la jardinera de cerámica hasta que su madre lo llama a comer. Se pregunta si su patio ha sido quizá un buen sitio para caer, sin depredadores al acecho.

Le tiembla el pecho, es un mensaje. ¿Era a las doce o a las doce y cuarto? Era a las doce y cuarto, pero no sabe cuánto recortar la frase para no dar demasiado ni que parezca un ataque. Yo voy saliendo, dice. Y lo borra.

Se levanta ya y cruza el patio. Agradece la oscuridad del salón y el pasillo. Cada verano se le cuarteaban los tobillos, pero este año se unta rigurosamente una manteca hidratante antes de acostarse. Los rituales instaurados antes de dormir en una cama inmensa son los que más paz le proporcionan. No le roba tiempo a nadie más que a su sueño, y para el insomnio ha establecido tres estrategias que últimamente la ayudan a no prolongar el desasosiego más de dos horas. Está a punto de hallar la dosis exacta de ruido.

Retira el parasol del coche. A él los parasoles, como los paraguas, le parecían inventos prescindibles, accesorios para gente de constitución débil. ¿Era así? No. Él solo decía: yo no uso. Y ella interpretaba el resto. El tono y la mueca. Abre la ventana y visualiza en su recuerdo las noticias de bebés muertos de calor en parkings de supermercado. Madremía, a ella podría haberle pasado algo así, si un día no hubiera sido capaz de lidiar con despertar al mayor de la única siesta del día, para que no pasara una tarde quejumbrosa y en brazos constantemente, y: ¿Lo coges un momento? Pero: Déjalo en la cama. Lo dejó y se giró y golpe y grito y llanto y ella solo quería hacer pis sola y ahora su hijo con un traumatismo que quién sabe qué. Basta. Para. Por favor. No vas a llorar tú por eso ahora.

Imaginaba el juzgado más solemne. Él la ha llamado por detrás. Antes de girarse intenta controlar la risa paradójica que heredó de su padre. Esto no tiene gracia. No quiere parecer cercana, ni amable. No quiere parecer nada.

—Hola.

—Hola.

La entrada es de cristal, sin sombra y a ambos lados hay setos perfectamente recortados. Les hacen entrar de uno en uno. Es curioso. Si les hubieran separado en otras ocasiones así, para asegurarse del libre consentimiento de sus acciones, el resultado seguramente habría sido el mismo. Porque se le habían instalado dentro, muy pronto, ese gas espeso que amortiguaba su voz y volcaba el sentido de lo dicho y, al tiempo, ese cemento de la culpa entre los trozos de carne. Muy pronto sin saber cuándo. No encontraba el punto de inflexión. Habría hecho lo mismo y habría sido igualmente desgarrador.

El hall está fresco y la mujer de la americana no muestra ningún tipo de afecto. Le pregunta aquello, que si viene libre de coacción. Y que entonces firme. Que firme, firme, firme, firme, firme, firme, firme, firme en cada una de las ocho hojas. No es momento de dudar, ahora ya no. Ella quería que acabara esto rápido, ya, no más revisiones del acuerdo y ahora piensa que está tomando una decisión en cada una de las hojas, ocho decisiones por minuto y escucha a la mujer fría de la americana decirle: Firme. Como a un soldado raso. Y ella obedece muy bien salvo cuando se abruma. Agua, gas, cemento. Unos meses atrás en una de esas ausencias por abrumación que le ocurrían a veces, como si alguien la hubiera rellenado de nata montada o espuma de afeitar, él le dio una torta. Para espabilarla, claro, obvio. Para que volviera al sentido común, para ayudarla a espantar la bruma que la volvía un animal disecado. En otras ocasiones similares le decía su nombre con ironía y, ¿hola?, ¿hay alguien ahí? A ella no le gustaba esa burla. No le hacía gracia. Se lo había dicho. Quizá, por consideración, esa última vez le dio una torta. No fue fuerte. Lo justo. Él repetía que nunca nunca había tenido malas intenciones. Ella no puede evitar, cada vez que oye esa expresión, recordar la escena de Mujercitas en la que Jo declama: Yo soy Hugo, ajá, y vengo con perversas intenciones, ajá, ¡ajá! Pero él aseguraba que sus acotaciones dirían lo contrario. Que él no. ¿Cómo se atrevía a colocarle un subtexto sin su consentimiento? Ella respondió a la bofetada con una risa floja y desconcertada. Y con eso se archivó el episodio.

Ya ha firmado. Mira a la mujer y se ríe ahora también con su maldita risa inoportuna. Deja el boli. Se muerde el nudillo del dedo pulgar. Se obliga a parar. Es un ridículo demasiado explícito. Quiere preguntarle a la mujer de hielo si ella la cree, si ella ha leído lo que pone en esas ocho hojas, si ella cree que está libre de coacción o nunca o cuándo. Quiere tener una rabieta de niño de tres años y que el hombre de seguridad, que tiene el mismo sudor en las sienes que la pantalla de su móvil hace un rato, la retenga fuerte en un abrazo de oso marrón caqui. Y ella lo pelee porque sabe que no la dejarán llegar tan lejos como su pulsión la incita, no lanzará el paragüero contra la vitrina, ni rasgará los cuadros anodinos con el boli de firmar, ni arrojará ninguna americana por el hueco de la escalera después de arañar las caras que asoman sobre las camisas y corbatas, ni gritará arrebatada de qué coño sirve aquello, porque está contenida por un cuerpo de seguridad. Pero tampoco se le ocurre siquiera despedirse del hombre de caqui, ni darle las gracias, cuando se gira y tiene que dar el relevo. Nota una gota resbalando de cada axila.

—Te toca.

—¿Ya?

—Sí.

Odia las preguntas fáticas que la obligan a expresarse una frase más innecesariamente. Cada palabra le cuesta una duda.

Se queda a esperarlo. Se queda porque cree que él quiere eso. O no. O porque no está bien irse sin despedirse. Es inmaduro. Y ella es una mujer adulta que se unta los talones con manteca. Así que se queda. Aguanta firme bajo el sol. Podría esperar en otra parte y escribirle. Pero no quiere elegir más palabras. La tensión le fluctúa y sueña con desmayarse y que se la lleven. Que se la lleve alguien. Incorpora la sensación de vahído y se desequilibra. Piensa entonces que es posible que se haya manipulado a sí misma para marearse. Que si es así, igual ha sido ella todo. Todo ella. Y afortunadamente no le ha contado a nadie, a nadie que la creyera lo suficiente, el paisaje que va despejando en su cabeza, uniendo líneas de puntos. Es una suerte —que no la hayan creído— por si acaso. Se desequilibra y va a apoyarse en un seto. Pero la mano se alza como un resorte.

—¡Ah!

Grita con toda su voz. Aparece gente que ella no había visto y le aconsejan que sorba fuerte para sacar el aguijón, o el veneno, le cubren la muñeca de barro improvisado, le traen hielo. Y comentan que hay más de las que parece, que a veces se infectan o dan reacciones alérgicas, pero que no se preocupe que, por probabilidad, este verano ya no le picará ninguna otra.

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