Amor cortés

Juan Bonilla

Todavía voy de vez en cuando a recitales de juglares por pasar la noche y mezclarme un poco con la juventud, y se me pone la sonrisa aviesa cuando alguno de esos juglares cuenta a la admirada audiencia las vidas de todos aquellos compositores a los que más o menos conocí. Es costumbre que antes de interpretar los temas de un trovador, el juglar reduzca su vida con unas pinceladas heroicas o risueñas. Y cuando cuentan la vida de quien fuera mi amigo, Jaufré Rudel, repiten unos hechos que se han vuelto ya leyenda y planta suspiros en algunas damas y gestos de envidia en más de un caballero. Sólo ahora he creído conveniente contar esto.

Jaufré Rudel, príncipe de Blaia, se enamoró de una mujer a la que no había visto nunca. Unos mercenarios que volvían de Tierra Santa, entre los que me contaba yo, elogiábamos cada noche a las mujeres de ultramar: «La ves, su imagen entra en ti como una pócima, y devora todo lo que lleves dentro», decía uno, quizá yo mismo. «Sus ojos son de un azul que no hay en ninguna otra parte y si te mira cuando estás mirándola, ese azul se te traslada tan hechiceramente que ya todo se envuelve en ese azul», agregaba otro. Entre jarras de vino nos demorábamos hablando de las curvas mortales que se insinuaban bajo la seda de sus vestidos de colores vivos, de su sonrisa ahora virginal y enseguida despreciativa, de sus rasgos esculpidos con mano de artífice que no ha venido al mundo para otra cosa que para crear una obra maestra y luego entregarse al olvido, del sol africano que iluminaba sus rostros. Tasábamos entusiasmados un descaro al que no estábamos acostumbrados, una suficiencia inédita en las miradas, un ritmo lascivo en los andares, una gloriosa seguridad en la actitud, potenciadas todas ellas por el clima febril, el fuego que caía del cielo y no se retiraba del aire ni en la más fría de las horas de la noche.

Jaufré Rudel empezó a componer poemas declarando la fiebre de su amor, sin que la circunstancia de no haber visto a ninguna de esas mujeres más que a través de nuestras descripciones mercenarias —unas noches rizadas de exageración poética, otras zafias—, fuera obstáculo para celebrar la hermosura imaginada y encapsular su deseo de entregarse y poseerla. Los poemas, después de que se celebraran como piezas hondas de pasión desbordada en las noches de la corte de Blaia, los entregaba en copias primorosas —transcritas e iluminadas por los más diestros artesanos— a otros marinos y peregrinos que se dirigían a ultramar enrolados en la segunda cruzada. Pedía a algunos marinos que se los hicieran llegar a la Condesa de Trípoli, pues todas las mujeres de aquella zona habían sido concentradas en la dama principal de la plaza. Confiaba en que sus poemas encajarían como llave en la cerradura de su corazón —es un verso suyo— y lo abrirían.

Pronto se le manifestaron impotentes: la poesía tasaba la estatura de su pasión, pero el deseo, que crecía con cada poema, a la vez que le devoraba le imponía la exigencia de ser convertido en realidad. Las canciones que escribía operaban no como himnos de celebración de lo que se sentía (himno significa «hilo que enlaza a un dios con quien le está cantando»), sino como vísperas de la consumación del deseo que se había disfrazado en rimas para desnudarle el alma a quien los había compuesto sin que eso sirviese para alcanzar el cuerpo de quien los había inspirado.

Se decidió pues a abolir su propio deseo tratando de convertirlo en realidad. Los mercenarios, yo entre ellos, le convencimos de que debía ir a Tierra Santa. Vendió tierras y otras propiedades para procurarse sitio como caballero cruzado, compró un barco sospechosamente barato y decidió atravesar el mar, con la certeza de que si la Condesa había paladeado sus versos, estaría ya tan enamorada de él como él de ella. Si Jaufré había inventado a la criatura a la que amaba, no cabía desconfiar de que su invención también hubiera dedicado sus insomnios a inventarlo a él.

La tripulación del barco que partió de Marsella la formábamos los mismos mercenarios que un año antes le habíamos contado al príncipe que habíamos visto a las criaturas más hermosas del planeta y estábamos deseosos de regresar allí a saquear lo que pudiéramos y pasar unas noches intensas con las mujeres que producía aquella tierra: los frutos de tantas violaciones de soldados de ojos claros a niñas de piel oscura habían, con los años, producido una raza de auténtico esplendor.

Ninguno de nosotros, sin embargo, se rebajó a decirle al trovador que nunca habíamos llegado a contemplar la majestuosa belleza de la Condesa, y que, confundido por los vapores del vino o más bien cediendo a un mero tropo, el príncipe la había deducido al oírnos hablar de la admirable preciosidad de las muchachas que veían en las calles de Antioquía, donde la hermosura era cosa muy común y la temperatura del aire aliviaba de ropajes a las damas: si una pescadera o una criada te plantaba una garra de deseo en el pecho con sus miradas hondas, si la sed te secaba la garganta al contemplar aquellas pieles oscuras de sus brazos, ¿cómo no habría de ser hermosa la dama principal de aquel sitio? Si la piel exquisitamente pintada por siglos de sol de las hetairas nos deslumbraba y cegaba, ¿qué energía no tendría guardada la piel cuidada e intacta de la señora del lugar? Ninguno le dijo a su señor: Jaufré, no te dejes engañar por tus propios poemas, que la dama que cantas no la hemos visto ninguno, y lo que tus baladas han parido es una criatura que está solo en tu mente. Aunque ya verás como se queda corta en cualquier calleja de Trípoli.

Jaufre Rudel se había limitado a hacer una operación poética con sus testimonios. Ahora nadie iba a exculparse por haber fomentado esa fantasía. Y al fin y al cabo lo que nos importaba de veras era volver a embarcar y regresar a aquellas calles donde la indecencia no estaba castigada y las jóvenes orientales aceptaban dejarse usar por los adinerados soldados porque ello les procuraba alimento a sus familias y en un rato ganaban prestándose lo que antes en un año de limpiar pescado o fregar suelos.

La travesía fue un infierno. Una epidemia de fiebre echó por la borda a varios soldados y depositó en el delirio a Jaufré Rudel. Tuvo tiempo de entender que había cometido el peor de los pecados: querer ensuciar el ideal de un amor tratando de agarrarlo, consumándolo. Sólo escribió un verso en aquel trance: el mar es una jaula hecha de horizontes.

Cuando alcanzamos puerto ya había perdido el sentido y apenas quedaba tiempo para procurarle algún sacerdote que le concediese la extremaunción. Recobró, como es costumbre de los moribundos, la lucidez en sus últimas horas, incendiado por la fiebre. Quiso que lo trasladaran ante la Condesa de Trípoli para llevarse al otro lado del tiempo la imagen real que durante tantas noches había pacientemente modelado con su fantasía. Sus soldados ni siquiera nos ocupamos de mandar recado al palacio de la Condesa, a sabiendas de que esta, si se había tomado la molestia de existir, no iba a rebajarse a visitar a uno de sus muchos admiradores. Obedeciendo la ocurrencia de uno de ellos, tal vez yo mismo, gastamos una pequeña fortuna en contratar a la más deseable de las hetairas, a la de los ojos más claros, de un azul contagioso. La equipamos con nobles paños para disfrazarla de dama noble. Le explicamos cuál había de ser su cometido, arrimarse al moribundo, emocionarse al ver por fin al joven poeta cuyas canciones tanto le habían herido el corazón haciéndole desear que llegara el momento de conocerlo.

Fue así como el trovador Jaufré Rudel en sus últimos minutos creyó de veras que sus poemas habían consumado el milagro de enamorar a la Condesa de Trípoli. La hetaira, de una belleza que enmudecía, cumplió eficazmente su papel. Prometió al moribundo que ya no podría amar a nadie, que después de hacerlo enterrar en el camposanto del Temple, tomaría los hábitos para retirarse de la vida y dedicar todos los días que le quedaran a soñar con él.

El joven trovador murió en los brazos de la hetaira después de que esta depositase un beso en la boca en llamas del poeta. Una vez muerto el trovador, la hetaira cobró lo acordado. Luego enterramos al príncipe de Blaia y decidí poner en marcha la leyenda que, multiplicada por copistas y juglares, resumiría en los cancioneros y recitales la vida de mi señor Jaufré Rudel: «Jaufré Rudel de Blaia fue muy gentil hombre, príncipe de Blaia. Y se enamoró de la condesa de Trípoli, sin verla, por el bien que oyó decir de ella a los peregrinos que volvían de Antioquía. E hizo de ella muchos versos con buen son y pobres palabras. Y deseando verla se cruzó y se embarcó, y cayó enfermo en la nave y fue conducido a Trípoli, a un albergue, moribundo. Ello se hizo saber a la condesa, y fue a él, a su lecho, y lo tomó entre sus brazos. Y cuando él supo que era la condesa, al punto recobró el oído y el aliento, y alabó a Dios porque le había mantenido con vida hasta verla; y así murió entre sus brazos. Y ella lo hizo enterrar con gran dolor en la casa del Temple; y después, aquel mismo día, se hizo monja por el dolor que tuvo por la muerte de él».

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