Albatros errante

Lucía Rueda

He pensado en los peligros de conocer lo que ocurre después del mar.
Nadamos sobre lo rojo, porque lo rojo nos llama desde siempre.

Teníamos planes de distintas heridas.
Una para alcanzar el esternón y comprobar si en efecto se sentía
como el caparazón de una tortuga;
otra para quedarnos a oscuras, con la sangre de una mordida en el labio.
Siempre me ha gustado morderme para ver si llego al estuario
de mi sangre. Un accidente entre la geografía y la gramática. Otra manera de decir.
Que la sangre de mis labios desemboque
en lo dulce.

Estábamos en una playa desértica, los locales vencidos por la ausencia y la tristeza del refugio de las palmeras. Nos gustaba encontrar sitios como ese. Caminábamos de un rincón a otro y decidimos tomar una lancha para extender las orillas. Yo en un extremo, tú en el otro. Empecé a morderme el labio y tomaste mi mano. De pronto el mar dejó de ser mar para ser un río que dejó de ser río para ser una ría.
Quien guiaba la lancha dijo que era porque el agua había sufrido una transformación. Escuchamos graznidos a lo lejos.
El guía dijo que de ese color se pintaban los manglares, los flamencos, las raíces. Otra forma de decir.
Un ave se posó en la lancha. Había seguido la estela roja de mi labio. Tenía el peso del mar en su cuerpo, una clepsidra. Graznó como si intentara decirnos algo del rastro de la herida, pero las millas en su envergadura se atoraron en el motor.
Caímos
y nuestro cuerpo era otro al despertar entre las algas.

He pensado en el peligro de los mitos. Dicen que todos los albatros tenían una inclinación por la sangre. Te paso mi pico cerca de tus alas como un gancho que busca tu mano. Los extremos son más lejanos y pienso en los accidentes narrativos, como cuando el agua salada aprovecha el nivel bajo del río y se lo come y de pronto es otra cosa.

La primera vez que escuché la palabra albatros fue por Gabriela con sus brazos prendidos en todas las esquinas de su valle. Supe después que hay que acercarse a las aves con pasos ligeros para ver que no tengan una colección de corcholatas en sus organismos. Ahora sé que esas aves marinas son el alma de las personas que tocaron la herida del mar.

Graznamos. Otra lancha se acerca. Miramos hacia la costa, allá lejos alguien abre las puertas de su restaurante, las luces se prenden y las personas usan un lenguaje que erosiona, como una roca que recibe los golpes de las olas.

Celestún significa espanto de piedra. Lo leemos en un letrero que se ilumina. El agua ha sufrido otra transformación.

Top