A diestro y siniestro

José Pablo Barragán

Javier García Rodríguez. La mano izquierda es la que mata (Trea, 2018)

Profesor de universidad, crítico literario, cuentista, gestor cultural, poeta, autor de literatura infantil y juvenil, Javier García Rodríguez (Valladolid, España, 1965) es tan poliédrico y tan polifónico como los textos que conforman La mano izquierda es la que mata. Lo mismo escribe esta extraordinaria colección de relatos que ensaya una crítica de la razón ficcional (Literatura con paradiña, Delirio, 2017), crea inteligentísimos poemarios para adolescentes (Mi vida es un poema, SM, 2018), o disecciona técnicas narrativas tan diversas como las de David Trueba, Twin Peaks o Benedicto XVI (En realidad, ficciones, Septem, 2017). No esperen, por lo tanto, encontrar en La mano izquierda es la que mata un libro de relatos al uso, sino más bien una mesa de trucos en la mejor tradición de la narrativa española (aderezada con generosas cantidades de postmodernismo estadounidense), en la que conviven mano a mano la observación aguda de la realidad con el desengaño, el juego verbal con la crueldad, la carcajada irónica con la certeza de que la literatura no es más que una caja de juegos (reunidos) con los que entretener la muerte.

Son múltiples las líneas de sentido que recorren los dieciocho textos de La mano izquierda es la que mata, pero la viga maestra que los sustenta es la indagación en la memoria. Porque este libro es, sobre todo, un archivo de la infancia y la adolescencia de los niños de la Transición. Un catálogo de los desharrapados de los barrios marginales de provincias, verdadera periferia de España, cada vez más vacía. Un relato de la intrahistoria cani, choni antes de que lo choni fuese mainstream, de cuando el Nano era el dueño del bar de la esquina y no un dudoso rolemodel en Mujeres hombres y viceversa. En esa época neblinosa después de Franco pero antes de Maastricht se sitúa el corazón de relatos como “Petits oiseaux hauts parisiens”, implacable repaso al ardor adolescente del narrador por Susanita, hija bastarda de Leonard Cohen y Miliki, «instrumento del amor, abierta como cono de trompeta, dispuesta como pétalos de flores», que lo mantiene en ascuas durante una interminable semana para al final traicionarlo, dejándolo compuesto y sin novia bajo la canícula mesetaria; como “Nanotecnología”, retablo de desventuras en torno a un bar de barrio por el que pasan los chavales que se piran las clases para comer patatas bravas, sus novias solo a ratos modositas, tipos con motes como el Puras o el Alubia, delincuentes juveniles en potencia o en acto, roqueros de postal, empresarios self-made a base de deslomar universitarios, chatarreros que acumulan en las cuadras toda la porquería que encuentran por la calle; o como “La foto de Luis Miguel Dominguín”, conmovedor homenaje a todas las mujeres que se dejaron la vida en las cocinas de la España franquista, cociendo acelgas y lavando los visillos en el fregadero, mientras sus maridos pasaban los domingos en los toros o paseando por los soportales de la Plaza Mayor, «siempre con el cigarrillo rubio en la mano y oliendo a varón dandy».

Antídoto eficaz para las «reliquias de la religión de la nostalgia», La mano izquierda es la que mata hace un uso eficaz de lo que Svetlana Boym llamó la “nostalgia reflexiva”, es decir, la que usan los artistas y escritores para mirar atrás sin tentaciones idealistas, sin añorar las engañosas edades de oro y hierro; la que nos deja contarnos nuestra(s) historia(s) sin verdades absolutas, sin envolver el pasado en tul y muselinas, sino sirviéndonos de chanzas, matices e ironías, perfectamente conscientes de que cualquiera tiempo pasado no fue mejor, de que you can´t go home again. Una nostalgia opuesta a la de ese otro tipo, la “restauradora”, la que nos dice que antes éramos más listos, más bellos y más fuertes y que podemos volver a serlo. La que busca en el ayer remedios sencillos para nuestros males presentes y rezuma hoy, de nuevo, por Europa y el mundo como un lodo siniestro.

García Rodríguez combate esa tentación restaurativa por medio del «embaucamiento, las piruetas, los meandros del sentido, el sinuoso y perverso placer del autor por lanzarle [al lector] a un abismo de palabras», a un jardín de senderos que se bifurcan, a una colección de relatos que se quedan en suspenso, que nunca ofrecen un final definitivo y a veces ni un final apenas, que están colonizados por digresiones eternas, por extractos de manuales técnicos y crónicas judiciales, por citas de artículos científicos, por fotocopias de viejos tickets de baloncesto de equipos universitarios estadounidenses, por poemas experimentales, por fotografías de infancias setenteras en el patio del colegio, por citas de Enrique Vila-Matas, por citas de Russel Crowe, por preconciliares oraciones en latín, por canciones de Obús, por playlists con The Police y Gloria Gaynor y Ray Charles y Marvin Gaye y Judy Garland, por entrevistas ficticias a personajes ficticios que aparecen en una de las (tantas) grandes novelas americanas, por interminables enumeraciones que a veces desesperan al lector, que lo irritan y lo agotan, que le obligan a aguantar durante páginas y páginas una especie de broma que «amenazara con ser infinita y que al final no lo fuera –ni infinita, ni broma–». Esa acumulación de capas de sentido, esa prosa rizomática que no deja de expandirse, son el mejor instrumento de La mano izquierda es la que mata para disolver las certezas del pasado, para no extasiarse ante los mapas de los antiguos imperios, para arrojar luz sobre los ángulos muertos de nuestra historia reciente.

Pero no solo de memorias vive el hombre: La mano izquierda es la que mata tiene mucho también de homenaje, de rescritura, de ventriloquía. Véase así, por ejemplo, “Cuento de Navidad”, una revisión borgiana de un relato que nunca escribió Borges. Véase también “Todo incluido”, relato de un descenso a los infiernos en un resort lowcost, texto con vocación de «encargo de Rolling Stone o de Esquire o de The New Yorker o de El Cuaderno», versión castiza de David Foster Wallace. O la reapropiación del lenguaje periodístico y judicial que se produce en dos de los relatos más devastadores de la obra: “Hechos probados” y “Hace dos meses que nadie habla conmigo”. El primero es un auténtico catálogo de espantos extraído de la instrucción judicial de un caso de violación que nos demuestra que la frialdad del lenguaje de jueces y forenses puede ser más brutal que todos los desfiles de vísceras y sangre a los que nos ha acostumbrado el prime time televisivo. El segundo es un extracto de un artículo de El Mundo sobre el acoso escolar protagonizado por un niño de once años al que sus compañeros hacen el vacío en el colegio y que acaba refugiado en los recreos debajo de la escalera de incendios, donde se encuentra a su vez con otro niño de tercero sin amigos que da de comer a las arañas en vez de jugar al futbol o al escondite o a las chapas o a cualquier juego que jueguen hoy los niños en el patio.

Hay también en La mano izquierda es la que mata algunas piezas de ocasión, como el divertidísimo “El caso del poeta premiado”, escrito para la presentación de una charla de Manuel Vilas; o “Penetrómetro dinámico”, en la que la pornografía con ínfulas se combina con las prospecciones geotécnicas para dar lugar al relato más sui generis que podría encontrarse en una antología erótica. Estas piezas, en manos de otro autor, habrían puesto en jaque la unidad de la obra. Y, sin embargo, tan preñadas están de agudezas verbales, de giros de sentido, de referencias a la cultura pop transicional, de hijoputez y ternura, que encajan en ella a la perfección.

En fin, háganme caso: consíganse un ejemplar de La mano izquierda es la que mata. Javier García Rodríguez ha llegado en él a la cumbre de su obra narrativa y ha escrito además uno de los libros del año. Un libro que viene a unirse a otros como Ordesa, de Manuel Vilas, Los cinco y yo, de Antonio Orejudo, o incluso Mala letra, de Sara Mesa. Obras que ya están en el canon de la que podemos llamar la Generación X de la literatura española: poco conocida, oculta bajo la sombra inmensa de sus mayores, a menudo ninguneada. Y que ahora, llegada su madurez, comienza a ajustar cuentas con sus padres (literarios), con la historia última de España, con la generación que, en fin, estaba al mando cuando, parafraseando a alguno de ellos, todo lo que era sólido se fue viniendo abajo.

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