Diario de una novela

Elisa Ferrer

 

 

La gente me cuenta su vida

Desde que en 2008 trabajé, una breve y fulgurante temporada, como guionista para una serie de televisión, me convertí en el centro de la diana para esas personas (no eran pocas), que aseguraban que si me contaban su vida sacaría material de ficción para una serie, pero no para una serie cualquiera, para una de muchas temporadas. Había divorcios, muertes, historias paranormales, incluso las heridas sin cerrar que siempre dejan las guerras. Pero nunca ha habitado en mí la pulsión de la crónica, la de sentarme al lado de alguien para que me contara su historia, siempre me he sentido mejor envuelta en el manto cálido y confortable de la ficción.

 

Julio, 2017

La historia de Rafael es una de esas que llevo escuchando desde niña. Una historia que, a golpe de ser contada en el pequeño pueblo donde crecí, donde él recaló, se ha cincelado con materiales como la exageración y la épica, hasta crecer y ganar el estatus de leyenda. Nunca le di más importancia que la de comentarla con mis amigas, aun siendo niñas, charlas que se enriquecían con detalles, con bulos infantiles tan macabros que la magnificaban.  Hasta que un día de verano muchos años después, Rafael llamó a mi puerta para decirme que tenía una historia, y yo las herramientas para que pudiera ser contada.

 

Febrero, 2018

Comienza el segundo semestre en la Universidad de Iowa y, con él, un taller de no ficción impartido por el poeta Luis Muñoz. Mi síndrome de la impostora, siempre a flor de piel, se dispara, ¿no ficción? ¿Yo? Rebusco en mi biografía. Mi vida, siempre lo he pensado, tiene poco material que me apetezca convertir en literatura. Pero debo escribir, entregar algo, y es entonces cuando la historia de Rafael se despereza desde el fondo de mi hipocampo. Sin darme cuenta, acabo convertida en personaje, mi nombre rebota desde la pantalla y no puedo evitarlo: me incomoda.

 

Noviembre, 2018

En el seminario Problems in modern fiction hemos trabajado la figura del yo en la no ficción con el escritor Charles D’Ambrosio. Después de varias clases de teoría, D’Ambrosio nos propone un taller. Es el momento de rescatar las páginas acumuladas sobre la historia de Rafael que se ahogan en el fondo del disco duro y ponerlas a prueba. El texto, apenas tres o cuatro capítulos en los que yo aún formo parte de la trama y son una semilla que pugna por crecer, funciona entre los compañeros. Según D’Ambrosio, el personaje de Rafael es una novela en sí mismo.

 

Octubre, 2019

 Termino de editar mi primera novela, Temporada de avispas, y su publicación en noviembre llega acompañada de un duelo, despedirme de los personajes que levanté y siguen empeñados en rondarme. Han sido años de convivencia, y en ese decirles adiós y retomar mi vida en España, la escritura se entumece. Rafael me llama una vez, muchas veces, está empeñado en conseguirlo: quiere que su historia se convierta en serie. Trato de sentarme, pero el lenguaje del guion cinematográfico ha dejado de seducirme.

 

Marzo, 2020

Durante los meses pegajosos de la cuarentena me siento incapaz de escribir. Hay algo paralizante en la incertidumbre que nos rodea, en la falta de contacto, la asepsia con la que nos movemos hasta distorsionar nuestro entorno.

 

Junio, 2020

Me fuerzo a diseñar un documento de venta para la serie, pero sin darme cuenta, mi propósito de escribir una sinopsis se convierte en el inicio de un capítulo de novela. Desechó cualquier idea de escribir un guion, la historia de Rafael quiere transformarse en un libro. Rescató las páginas de no ficción que esbocé en Iowa, pero aún me incomodan. Necesito mentir, desaparecer, y diluir al resto de personajes, alejarlos de la realidad.

 

Agosto, 2020

Son ya muchos los narradores que pasan por la página sin apenas ensuciarla. Los rechazó sin culpa. No funcionan.

 

Marzo, 2021

Durante los últimos meses, lo doméstico y lo económico se han interpuesto entre mi escritura y yo. Pero debo mantener mi fidelidad a Rafael, ya convertido en personaje de ficción: le he prometido que contaría su historia.

 

Diciembre, 2021

De repente, un chispazo. Una frase que me gusta. Acabo de encontrar la voz de la narradora, acabo de encontrar a Alba.

 

Enero, 2022

Las historias reales se entremezclan con las ficticias. Si no miento, me resulta imposible escribir.

 

Febrero, 2022

He terminado otro capítulo y, aunque ya tengo nueve, siento que la historia aún no ha empezado. Doy vueltas y más vueltas al capítulo anterior, incapaz de tomar una decisión que me ate a algo, que haga engrosar las páginas de una novela que creo que sé a dónde va, pero mi brújula anda torcida y quizá tomo atajos tramposos que no me ayudan a trazar la historia que en mi cabeza brilla, impoluta, sin verse manchada por las palabras apelmazadas en el documento Word.

 

Marzo, 2022

Tomo notas de mis conversaciones con Rafael, se cruzan sus historias con las noticias que encuentro en hemerotecas, con los reportajes que hay en el archivo de la televisión autonómica. A veces coinciden fechas y hechos, otras no sé cuál es la versión compatible con la realidad. Está claro, no soy la única que miente.

 

Abril, 2022

Las páginas de El holandés, esa novela que, a priori, iba a ser corta, comienzan a desbordarse y no sé cómo reaccionar a su crecida.

 

Mayo, 2022

Parte de la existencia de Rafael transcurrió en Utrecht y me han concedido una Ayuda de Movilidad del Ministerio de Cultura para pasar dos meses en la ciudad e investigar cómo fue su vida allí. Siento que, por fin, empiezo a asir una historia que hasta hace un par de meses se me escurría entre los dedos.

 

Julio, 2022 

Hay un capítulo que he cambiado quince veces de sitio, un capítulo que necesito y es como ese mueble útil que no acaba de encajar en casa y te termina golpeando el dedo pequeño del pie cada vez que pasas por su lado.

 

Agosto, 2022

Estoy afónica porque llevo dos horas leyendo en voz alta los diálogos de mis personajes. Hablan demasiado y no hay manera de callarlos.

  

1 de septiembre de 2022

Celebro mi llegada a Utrecht. Escapar de mi rutina siempre ha sido una ayuda para mi escritura.

 

5 de septiembre de 2022 

He comprado una pizarra blanca, en ella he dibujado un mapa. Será mi guía, espero no volver a perderme.

 

7 de septiembre de 2022

Hay un mural en mi calle de Utrecht, Amsterdamsestraatweg, que ilustra una ciudad boca arriba y boca abajo, como en un reflejo. Cada vez que paso por delante me acuerdo de lo difícil que es medir la distancia entre lo que dicen las líneas y lo que esconden debajo.

 

11 de septiembre de 2022

Una urraca ronda el balcón y, ayer, a picotazos, insinúo que mejor eliminara el capítulo ocho. Le he dejado una galleta que me han regalado con el café. Espero que agradezca el gesto y me diga qué hacer con el capítulo once porque siento que, de nuevo, me he perdido.

 

18 de septiembre de 2022

Siempre llueve en Utrecht, pero hoy hay llovido más de la cuenta, una tormenta que ha sido suficiente para encerrarme en casa y conseguir que termine el capítulo veintiuno.

 

25 de septiembre de 2022

De nuevo, como me ocurrió con Rafael, conocer a la gente que ha formado parte de su historia me obliga a reescribir su realidad. No funcionan como personajes hasta que los disfrazo de ficción.

 

10 de octubre de 2022

Subida en una montaña rusa llena de curvas, de saltos, bocabajo y con la sensación de que el cinturón puede ceder en cualquier momento, entro en los últimos capítulos de la novela.

 

18 de octubre de 2022

Hoy me he desvelado un montón de veces porque en la novela hay un par de capítulos que son como el guisante debajo de mi colchón, lo malo es que cuando desmonto la cama al despertarme, nunca encuentro la maldita legumbre verde.

 

2 de noviembre de 2022

¿Por qué hay personajes nuevos que deciden aparecer de la nada si ya voy por el final de la novela y apenas me da tiempo a conocerlos?

 

18 de noviembre de 2022

 Acabo de escribir el capítulo final. ¿Acabo de escribir el capítulo final?

 

Diciembre, 2022

Esquilar la novela con el pie en el acelerador y el terror de que tanto DELETE se me vaya de las manos…

 

Enero, 2022

Borrar rápido, sin mirar, como al quitarse una tirita.

 

Febrero, 2022

Enviar el manuscrito terminado al editor con los ojos cerrados. Tantas veces leído, impreso, corregido; tantas veces impreso, leído y corregido de nuevo, pero, aun así, el miedo.

 

Un fragmento de El holandés (todavía en edición):

 

  1. Antes, todo esto era una discoteca a la que venía la crème de la crème

Navidad, a mucha gente le parece una época del año insoportable, pero a mí me gusta poder pasar algunos días con mi familia (más bien pocos, ni tengo tantas vacaciones, ni aguanto más de una semana con mis padres), ver cómo los hijos de mis primas abren los regalos, quedar con gente que quiero y apenas veo más que en ocasiones especiales, beber cerveza indiscriminadamente sin sentirme culpable por ello; pero, sobre todo, me gusta relajarme porque, por fin, tengo ante mí cinco o seis días seguidos sin obligaciones.

Dani quería que fuera con él a Oviedo, pasar unos días allí, estar con sus padres, pero yo tenía ganas de volver a casa, ver a mi familia. Siempre me hablas de lo que te aburre ir al pueblo, pero últimamente aprovechas cualquier excusa para largarte para allá, me dijo. ¿Quieres que vayamos los dos? Y le respondí que no se preocupara, sabía que hacía tiempo que no veía a sus padres, y yo esos días me dedicaría a quitarme de encima trabajo atrasado. Le ocultaba a Dani que había empezado a tomar notas sobre la estafa de Rafael, sobre su vida; mi intuición de que estaba ante una historia que me apetecía contar. Era mi secreto, mi parcela, un lugar propio en el que esconderme. Así que esas navidades llegué al pueblo con pocas ganas de socializar, con muchas de encerrarme a escribir.

Ya en el pueblo, una de las mañanas que había madrugado para sentarme frente al ordenador en la terraza, bajo el sol tibio de diciembre, mi padre me pidió que comprara más cerveza, así que aproveché la interrupción para meterme en el coche, pasar de largo el supermercado (ya volvería luego) y llegar hasta Benidorm, darme un paseo por la playa de Levante, perderme por las callejuelas, tratar de encontrar el bar Chanquete, el pequeño local que Lola y Rafael regentaban en los noventa. Apenas había hablado con él mientras estuve en Madrid, un par de conversaciones telefónicas en las que, con una excusa u otra, trataba de convencerme de que escribiera la serie, Va a disparar las audiencias. ¡Millones de espectadores, Alba! ¡Millones! Ya no me negaba, le daba largas, le contaba que desde que la gente tenía plataformas lo de las audiencias en la tele ya no importaba tanto, me desviaba del tema, evitaba responder, pero los cuadernos con notas se acumulaban, pasaba horas de desvelo en las hemerotecas de los periódicos online donde buscaba noticias sobre la estafa, en las que el cabecilla cada vez era una persona distinta, blogs en los que se relacionaba el golpe con políticos afamados, estos eran mis preferidos. Los blogs de corrupción zaplanista me enganchaban como un mal culebrón, apenas dormía y llegaba agotada a la oficina y cuando Beatriz, mi supervisora, estaba despistada, googleaba actores en la treintena, pero ninguno me encajaba para interpretar a Rafael de joven, ninguno a su socio cubano.

A pesar de ser diciembre, a pesar de que el frío fuera sutil y se abriera paso poco a poco, sin que me diera cuenta, el sol acariciaba la piel y se estaba bien sin abrigo en el paseo frente al mar; tuve que esquivar a turistas jubilados en sillas a motor viviendo su particular Leaving Las Vegas, taburetes desparramados por terrazas llenas de tipos enormes con camisetas de equipos de fútbol desconocidos para mí que me sacaban, seguro, más de tres cabezas, y bebían sangría dulzona; aunque anduve por callejones cercanos al paseo, no encontré ningún local que se ajustara a la descripción que mi madre había hecho del bar de Rafael y Lola, estrecho, alargado, motivos marineros, la cocina al fondo.

Volví a casa sin las cervezas, y mi padre, que se estresaba cada veinticuatro de diciembre con la tarea autoimpuesta de montar las mesas para que entrásemos todos en el salón, codo con codo, bien pegados, la familia es lo primero, no daba crédito, Una cosa que te pido, Alba, una sola cosa. Antes de salir a comprar de nuevo, me aseguré de que mis padres me habían pedido cien tercios. ¿Cien tercios, papá? ¿Estamos locos? Mi padre me dijo que me diera prisa o no se enfriarían ni diez. Una cosa, le interrumpí ya en el umbral de la puerta, ¿sabes dónde queda el bar ese que tenían Rafael y Lola en Benidorm? Negó con la cabeza, Era un sitio muy pequeño, me dijo, detrás de la playa de Levante, creo que hasta hace poco estuvo en marcha con otros dueños, pero debió de cerrar… Ni idea, la verdad, no me hagas mucho caso.

Mientras sacaba las cervezas del maletero, menos de las que me habían pedido, por supuesto, mi padre vino al garaje a ayudarme a descargarlas. En el bar de Rafael ahora hay un puesto de prensa y cosas playeras, me dijo. Claro, joder, así ¿cómo iba a encontrarlo? Le he llamado para preguntarle, porque cuando te has ido me he quedado dándole vueltas, siguió. No hacía falta que llamaras a Rafael, papá, en serio. Ese afán suyo por ayudar era agotador. Pero no te preocupes, mi padre ni siquiera parecía escucharme, hemos quedado que en un par de días vamos a Benidorm en mi coche, nos enseña dónde estaba el bar, nos cuenta cómo era la distribución y nos lleva también al sitio donde estaba la discoteca de su familia. De ese local me ha dicho que no queda nada. Iba a recopilar las fotos que tiene por ahí por si te ayudan a inspirarte… ¿Qué dices?, le interrumpí y soné enfadada. Estaba enfadada. ¡No quiero que Rafael sepa que quiero ver el bar! Se va a poner muy pesado con que escriba la serie y necesito pensar si quiero hacerlo, si ahí hay una historia. Si yo puedo escribirla. Mi padre agarró dos cajas de cerveza enormes como si fueran ligerísimas y se metió en la cocina. Qué complicado lo haces todo, hija.

Día veintiséis de diciembre, segundo día de navidad, me vi en el asiento trasero del coche de mi padre, Rafael de copiloto. En la radio mal sintonizada hablaban de un plan détox para después de las fiestas, cómo eliminar los excesos, cómo purificar la piel, cómo quemar grasas acumuladas. La única manera de quemar grasas acumuladas es un buen polvo y un buen whisky, Rafael le dio un codazo a mi padre y se carcajeó, la boca tan abierta que, por un segundo, su diente de oro brilló en el retrovisor. Mi padre miró a la carretera, incómodo. Era la primera vez que los veía juntos, ellos apenas coincidían. Se me hacía raro saber que Rafael, que le faltaba al respeto a todo el mundo, admiraba a mi padre, que alguna vez se habían cruzado almorzando en el bar, que cuando eran jóvenes habían jugado en el mismo equipo de fútbol 7, que muy pronto sus caminos se separaron. Mientras Rafael pasaba cocaína en la discoteca que su familia tenía en Benidorm, mi padre apenas dormía por el estrés de sacar adelante una gestoría que había abierto con mi madre unos años antes, con pocos clientes, mucho trabajo, muchas ganas, donde yo jugaba a ser secretaria y, cuando nadie me veía sacaba papeles de una carpeta y los guardaba en otra, ajena al caos que mis manitas provocaban a mi paso.

A pesar de ser invierno, las calles estaban llenas de gente. Era sencillo distinguir a los turistas, vestían sin mangas o con camisas finas de lino, los más aguerridos incluso se atrevían con pantalones y chanclas. Yo me apoyaba en la ventanilla mientras escuchaba a mi padre quejarse por lo difícil que iba a ser encontrar sitio para dejar el coche, Hoy cerca del paseo estará jodido, jodido. Odiaba aparcar y prefería abandonar el Citroën en doble fila, sin el freno de mano para que pudieran empujarlo, algo de dudosa practicidad, pero Rafael le dijo que estaba todo controlado y sacó una tarjeta de aparcamiento para gente con discapacidad; una tarjeta nueva, brillante, que olía a plástico. ¡Deja el coche ahí!, y señaló una plaza de aparcamiento reservado. Pero ¿eso es legal? Mi padre se puso nervioso. No, prefiero que demos una vuelta. O pago un parking y ya está. Rafael empezó a descojonarse. No seas panoli, Bernardo, que me lo ha dado el médico.

Mi padre aparcó ahí con reticencias, el ceño fruncido, comprobó la disposición del coche varias veces, se fijó en la distancia al bordillo, en el cartel azul, en el monigote sentado sobre la circunferencia. Rafael tardó en salir del coche, se agarraba la cadera con los dientes apretados por ese dolor repentino que lo acuciaba y, antes de empezar a andar, se recolocó la pierna, que de repente parecía de madera, y renqueó calle abajo como si siempre hubiera sido Rafael el Cojo, como si le hubieran faltado centímetros de pierna desde el día en que nació. Mi padre y yo nos sonreímos. Apenas media hora antes, cuando habíamos ido a recogerlo, vino corriendo hacia el coche como si fuera uno de los participantes más motivados de una media maratón.

Nada más doblar la esquina, Rafael apuró el paso, ni rastro ya de su cojera, andaba lozano, nos costaba seguirlo, abría camino, orgulloso de ser nuestro guía, el protagonista de la mañana. Se detuvo y levantó la vista para señalarnos una urbanización, Antes, todo esto era una discoteca a la que venía la crème de la crème, sentenció, y me dio un codazo aprovechando que mi padre estaba mirando para otro lado, Ya te contaré, Alba, ya te contaré. Aquí venía lo más granado… ¿Políticos?, le tuve que preguntar, muchas madrugadas perdidas en blogs sobre corrupción, los ojos rojos. No te adelantes, que ya pareces una periodista, me vaciló como un adolescente en los pupitres de la última fila. Aquí yo me hinchaba a vender cocaína, era una locura. Madre mía, cuánta cosa. Pero ya te lo iré contando por orden, ¡al tiempo! Mi padre se acercó a nosotros y Rafael cambió de tema, habló más alto, La discoteca de mi familia, Bernardo, ¿te acuerdas? Mi padre asintió. Nunca veníais, le recriminó Rafael. ¿Para qué? Si tú seguro que no te invitabas ni a un cubalibre. Hay que ver lo cabrón que es tu padre, Alba, no sé cómo has salido así de bien tú. Tenía la mirada puesta en los edificios que ocupaban el terreno que hace unos años fue un templo de la noche, los setos cuidados tras los que se adivinaba una piscina. Sonrió, quizá porque era capaz de ver la discoteca ante él, de recordarse allí, entre columnas que imitaban a los templos griegos, donde cada noche se convertía en una especie de maestro de ceremonias que orquestaba en la sombra, mientras hablaba con uno y con otro, sabía a quién venderle y a quién no, a quién invitar, a quién ignorar, con quién hablar para conseguir información. Lo pasaste bien esos años, dijo mi padre. La verdad es que no me puedo quejar, Rafael le guiñó un ojo, pero al final era trabajo, y ya sabes, Bernardo, los negocios son los negocios.

A un par de manzanas de la desaparecida discoteca, Rafael nos señaló el primer piso de un edificio anodino, de ladrillo visto, naranja, toldos verdes uvepeo. En el piso de la izquierda vivíamos Lola, los niños y yo, dijo, era grande, ahí donde lo ves, y Lola lo tenía bonito, bonito. Vino la policía a registrarlo un montón de veces, patadas a la puerta y todo, como en las películas. Lola les abría, y cuando preguntaban por mí, ella decía que ni idea de dónde estaba ese desgraciado, o sea yo, que la avisaran cuando supieran algo de ese cabronazo, o sea yo. Todo mentira, claro, ella sabía de sobra dónde me escondía, en el despacho de la discoteca, hasta me traía comida la pobre, y ellos lo destrozaban todo, y ella lloraba y gritaba, ¡Con menudo hijo de perra me he casado!, pero nunca encontraban nada. ¿Qué tenían que encontrar?, preguntó mi padre. Rafael se rio, Entre otras cosas, delante de sus narices tenían más de veinticinco millones de pesetas y ni los vieron. ¿Dónde? Antes de responder, Rafael bajó el tono de voz y entrecerró los ojos que, por un momento parecieron los de un niño, En el balcón. ¿Qué?, mi padre no daba crédito, si me subía a sus hombros en ese mismo momento, podría colarme por la barandilla. Sí, ahí, y señaló de nuevo el balcón, los tenía dentro de un baúl de plástico lleno de juguetes de mis hijos. Mi padre y yo alucinamos. En este juego lo único que hay que hacer es ser un poco más listo que ellos, nos dijo. Y eso, no es por presumir, siempre se me ha dado bien.

 

Anduvimos por una calle amplia entre portales de edificios, a un par de manzanas de la playa. Nunca he vivido más cerca del trabajo que cuando tuvimos el bar, dijo Rafael. Y mi padre le respondió que fue la única vez que tuvo trabajo y levantó los dedos entrecomillando el aire. No seas cabrón, Bernardo, pero su voz escupió un orgullo desmesurado. Mirad, ese es el local. Periódicos en inglés, en alemán y en castellano colgaban de las paredes exteriores del puesto de prensa en una calleja peatonal, chucherías y artículos playeros; una tiendita nueva, pero estrecha, abarrotada. Rafael entró como si aún fuera el dueño. ¿Queríais algo?, la dependienta mascaba chicle con aburrimiento, su moño desordenado, un nido de pájaros sobre su cabeza. Esto antes era mío, se presentó Rafael. El bar Chanquete. ¿Te acuerdas? El Chanquete, quien quiere unas gambas se mete, se rio. La chica lo miró con desgana, se encogió de hombros, tachó un dos que acababa de escribir en su sudoku lleno de borrones, carente ya de final feliz.

Rafael entró, sin prestarle atención a la dependienta, y señaló el fondo, un espacio estrecho, alargado. Ahí al final estaba la cocina, era pequeña, y Lola pasaba el día entre los fogones friendo sardinas. Todos los gatos del barrio la perseguían cuando salía a tirar la basura. Antes de ir tras Rafael, mi padre se dirigió a la dependienta, ¿Te importa que entremos? Ella volvió a encogerse de hombros, escribió un tres sobre el dos tachado, la mandíbula a pleno rendimiento en una lucha eterna con un chicle que olía a sandía desde el mostrador.

Teníamos el bar vestido de madera, nos contó Rafael, que al entrecerrar los ojos parecía verlo así, como si el local no hubiera cambiado ni un ápice desde los años ochenta, del techo colgaban redes de pescador, lámparas que imitaban los faros de los barcos, de la pared de azulejos claros, cañas de pescar. Y no sé cómo habrán hecho para sacar el olor a sardinas fritas y a tabaco que ahumaba el local, porque se olía en toda la manzana, los vecinos tenían que estar hartos. Miré las paredes grises, lisas, sin gotelé, los periódicos, las pelotas de playa, la limpieza aséptica, de hospital. Difícil ver el bar tal y como lo recordaba Rafael, fácil recrearlo con Rosi, la mejor directora de arte con la que me había cruzado. El suelo estaba atestado de colillas y servilletas arrugadas, siguió Rafael, pero es que no podíamos barrer porque esto siempre estaba a reventar de gente. Lo juro por la sepultura de mis dos hijos, que en paz descansen, y se besó la cruz de oro que le colgaba del cuello.

Había gente por todos lados, sentada en taburetes frente a los toneles, porque no teníamos ni mesa, eran toneles de madera. También se sentaba la gente aquí, y señaló la puerta, había una ventana con un alféizar muy grande. Pero es que era una salvajada, en un día liquidábamos un jamón, dos o tres barriles de cerveza y más de veinte kilos de sardinas. Yo estaba detrás de la barra y ponía cafés, licores, cortaba jamón, servía los platos, sobre todo la especialidad de Lola, las sardinas fritas. Aunque lo que más venían a buscar era mi especialidad, y se rio con gusto. Hacíamos más de cien mil pesetas de caja cada día, que se dice pronto. Lo juro, miró al techo, y volvió a besar la cruz poco discreta que asomaba por el cuello del polo color salmón.

Nosotros apenas veníamos porque no se podía ni entrar, dijo mi padre. Y porque erais unos siesos, ¡y sois unos siesos!, le cortó Rafael. Bueno, bueno, unos siesos, y que vaya personajes había por aquí, se defendió mi padre. Pues los parroquianos, Bernardo. Más majos que las pesetas, Juani, Silvia y Meri, las tres putas, sus chulos también venían, que la Meri me cogía la mano y se la metía en el coño, ahí, en la barra, y Lola en la cocina no se coscaba de media, hasta que un día la pilló. Le tuve que parar los pies diciéndole la verdad, que la Meri estaba como una chocolatera, loquísima, que no podía con ella. Mi padre paseó la vista por los titulares de los periódicos que colgaban de las puertas de entrada como si no lo hubiera escuchado, Rafael le dio un codazo, ¡Y buena, estaba superbuena! Eso que te perdiste, Bernardo. Alfredo Reinoso también era un habitual, decía que era de México, el cabrón, ¡de Chihuahua!, pero su acento cubano tiraba para atrás. El tío tenía una clínica privada, médico dermatólogo decía que era. Médico dermatólogo, ¡mis cojones! Ese nunca estudió medicina, ni nada. Eso sí, no he visto a nadie como él falsificando documentos, te plantaba una receta que ibas a la farmacia y te sacaban lo que pusiera ahí, ni te preguntaban. Menudo hijoputa el tío. Ese es el que sabía todo de las subastas públicas, sabía a quién extorsionar para que comprara un piso o para que no lo comprara, sabía qué comprar y cuándo, qué vender y cómo. Le ponía una cazalla tras otra y le aflojaba la lengua. Me lo cascaba todo. Y yo me lo guardaba aquí, se dio golpecitos en la cabeza con el dedo índice. La información es oro, Alba, y el oro, ya lo sabes, es un valor seguro.

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