Las indagaciones (extracto)
Comienza por las vasijas; la sombra hace la vasija.
Puede –y sólo puede– que un nombre sea todo lo se requiera para avanzar. Observa: razonar es lo inhabitable.
El picor. Tú, que me conoces, me llamas por mi nombre. Y aunque eso debería significar algo, como una caricia imprevista, no significaba nada. O peor, significaba tu miseria y lo miserable del ser humano: un picor leve que pensamos insignificante, aunque no lo sea. Un picor insistente. Mi nombre lo utilizas para salvarte.
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Habías decidido que vivirías en la sombra y me relacionarías con ese lugar: allí me alojarías. Los dos tumbados en la sombra, tu sombra, mientras en la lejanía tenía lugar el incendio. En estampida, los animales huyen del fuego.
Desgarrado, tú, los ropajes empapados; pero ella, sobre todo ella, desgarrada. Los dos de la mano, sin mirar atrás: con las ropas empapadas, desgarrados, tan desgarrados. Ella se apartó el pelo y bajó la mirada. Él la miró: miró directamente su rostro de rubor. No quedaba nada: un lugar, y en el lugar, una sombra obvia como un silencio.
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(Al modo de “Elevator”, de Mark Strand) 1. El profundo sueño en el que habita la forma del libro. Y sólo hay un libro, un libro que no es escrito. Siempre lleva a todos lados este disfraz.
2. El profundo sueño en el que habita la forma del libro. Y sólo hay un sueño, un sueño que no es escrito. Siempre lleva a todos lados este disfraz.
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Un hombre porta una tristeza, una tristeza de nacimiento: tiene que ver con su alma y tiene que ver con la perfección. De ojos glaucos, el hombre nunca se levanta de su sillón; de mirada serena, otea el horizonte y se pregunta qué fue de todo, qué pasó aquel día, quién recordará su trabajo invisible. Él dibujó el sistema de lo que habría de ser el mundo; ideó la ordenación, una.
El hombre, de naturaleza reflexiva, que habla sólo de estructura, vacío y pureza, dijo: Es primero de estratos. Y es, posteriormente, de manos apoyadas contra el suelo.
Era un hombre creyente pero su religión era libresca: amaba la escritura de la fe más que los fieles, congregaciones o ritos que causa esa escritura.
Al morir, con un delirio que dirige sus palabras, dirá al oído de su hermano mientras abre la palma vacía de su mano derecha: Tengo un nudo.
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El lenguaje que observo es lenguaje drenado, mil veces tamizado. Por eso, el lenguaje y el sistema son estructuras espurias; por eso, cada día a la misma hora me golpeas y, por eso, yo te golpeo después, dice Objeto a Hecho.
Hablas del sistema del mismo modo que me llega y me ciega la luz imponente de un astro ya muerto; hablas de sistema y no puedo dejar de observar cómo se mueve tu boca grasienta, cómo se agita tu cuerpo orondo al zampar, cómo la mugre se reseca en las mangas de tu camisa mientras devoras la pieza de carne (sección de un animal incierto) de tu plato.
Pero ahí hablas del mundo, no de mí, dice Hecho.
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Ella decía negro como quien dice hueco o profundidad y yo dije: No, negro no es eso. Y ella dijo: No, negro puede que no sea eso exactamente, pero diré negro. Yo dije, entonces: Negro. Estábamos de acuerdo, nos abrazamos.
Un pájaro blanco dice negro y se vuelve negro. Un pájaro negro dice blanco y sigue siendo negro.
Ninguno de los dos se sorprende ante estos acontecimientos.
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En el descenso recoge un verbo palpitante que rezuma un recuerdo, una invitación a una mentira: el grupo dominante, formado por recordadores menesterosos, obliga a la escritura a las mujeres mientras los hombres peinan sus cabellos. Las mujeres escriben porque entienden del descenso, los hombres peinan porque aceptan el descenso.
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No, no hay retorno, dice Hecho.
Quiero decir, no dispones de las palabras a tu antojo, no te pertenecen: toda palabra tiene inscrito en su centro un movimiento, el de destruir. Es un movimiento de una única dirección y al fondo nada hay que ver, una pared que tu mano toca. Que llegues a tocar esa pared agrava la cuestión todavía más; que sea más grave quiere decir que es, en lo fundamental, más doloroso.
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¿Es posible que ame la destrucción? No es lo único que amo pero ¿es posible que ame la destrucción? Lo pregunté en voz alta y un amigo se acercó a mí.
Toma, dijo mi amigo, cava. Sí, coge esta pala y cava las tinieblas.
En silencio, puse una moneda en su mano, antes de comenzar a cavar. Él la miró, me miró a los ojos y, clavando su mirada en mis pupilas, oscuras y turbias como el agua negra que corre por una tubería, se la metió en la boca y se la tragó.
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Lo que persigues es el espectro de la palabra y no el espectro de lo que la palabra significa. Eso último es lo que la palabra persigue sin mucho éxito. Y, por perseguir espectros, haces rondas cerca de la calle en la que tu madre recordaba haber nacido; por perseguir espectros, frecuentas la guarida de los ladrones y ríes y bebes con ellos; por perseguir espectros, angustiado, sientes que tu brazo obsesionado, embrujado, alimenta a las palomas en la plaza. Sí, aparece ante ti el perfil abstracto de la persecución condenando a la escritura a su escritura.
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Dentro habita un nombre; fuera no se sabe exactamente qué quedó. Puede dislocarse la materia o el objeto.
Optó por insistir en la imagen de la inocencia, una imagen que tiene preconcebida o, mejor dicho, que otros concibieron para él y que él recogió, convenientemente.
Pero lo cierto es que si se quiere saber si es inocente –o vive inocentemente–, deberá cargarse de pruebas para ver a la inocencia hacer sus lógicos tropiezos y realizar su sencillez sin doblez. Siempre que hubiera inocencia, que no hay, que nunca hubo, que no existe.
Y otra cuestión será la ingenuidad. En la ingenuidad suele observarse una rectitud innegociable, un lanzarse a toda feliz imposibilidad, bien distinta a la inocencia.
Por eso, no me atreví a preguntarte si abrías los ojos cuando me besabas para mirarme durante el beso o por ver si yo abría los ojos al besarte. La realidad es que los dos los abríamos; y los dos queríamos que el otro los tuviera cerrados.
Todo jardín es alucinante y alucinado, dijo ella después.
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Objeto es escéptico porque Hecho cree, tiene confianza y ama las promesas. Ama que alguien pueda decidir en un momento prometer algo a otro.
Amar las promesas, se repite Objeto. Eso no es más que una tautología.
Y así vaga la mente del cazador extraviado entre los árboles, mientras rugen desordenadamente los animales cantores. Sabe que el bosque se cierra como una caja. De puro miedo, el cazador se pone a cantar como una de las bestias.