La casa vieja

La casa vieja parece más comprometida
con el paisaje que la envuelve.
Nace de las aguas del estanque
y plantas que la abrazan.
Cada trozo de madera tiene su historia
como hinchada la memoria de tantos recuerdos juntos,
de clavos herrumbrosos sujetando las páginas
un libro escrito a orillas del río seco.
Cada pedazo de día tiene su sol,
y cada noche la respuesta de la frescura del bosque.
La casa vieja parece más comprometida
con el paisaje que la cubre
esa enredadera que la aprieta
y las flores empujadas por el viento.
Se cubre el camino de polvo,
la hierba sigue creciendo
y los pasos se oyen lejos
en el profundo silencio.
La casa es cada vez más vieja,
le cuelgan los años en las puertas y las ventanas.
Los crujidos se esparcen,
se sientan en antiguas sillas
que rodean los portales.
Un pájaro canta,
quizás lo único nuevo de aquel cuadro detenido.
El pájaro canta, quizás tenga su motivo.
Pero nada cambia el insoportable hastío,
ni las sombras untadas en las paredes y los pisos.
La sombra seguirá allí plantada
de sueños viejos aunque el pájaro cante.
Poesía borrada a partir de un poema original de Luis Mirabal.
Mi casa
Mi padre escribió varios cuadernos de poesía,
pero nunca publicó ninguno.
Los pasaba en limpio
con una máquina de escribir
luego de haberlos terminado a mano.
Llevaba esos cuadernos con él a todas partes,
mezclados con los documentos de un trabajo gris.
Un día le robaron el portafolio donde
llevaba los papeles de trabajo
y los poemas.
Recorrimos latones públicos de basura
por las calles de la ciudad
con la esperanza de que el ladrón hubiera
botado los cuadernos de poesía en uno de ellos.
Pero nunca apareció nada.
Y me gustaba pensar que el ladrón
tenía todos los cuadernos de mi padre en su casa
y que los leía de vez en cuando.
Puede que estén
en ese sitio hipotético
todavía.
Lo están al menos en mi imaginación.
Después de la muerte de mi padre,
me puse a releer los pocos cuadernos
sobrevivientes.
En esa revisitación de poemas
que había escuchado declamados por él, pero que
nunca había leído,
encontré uno titulado “La casa vieja”.
Siempre he creído que se trata de su mejor poema.
En mi más reciente viaje a La Habana,
traje conmigo una copia impresa de
“La casa vieja”.
El poema ha adquirido
un valor premonitorio o profético
porque mi casa familiar
se ha transformado
en la casa vieja.
De hecho, la casa fue
una de sus últimas preocupaciones.
Delirante y en pleno estado de alucinación
debido a la morfina que mi hermana o yo
le inyectábamos
para ayudarlo
a menguar
el dolor del cáncer de páncreas,
comenzó a indicarnos que buscáramos
las llaves de la casa
y que desenterráramos
un gran tesoro
del minúsculo patio trasero.
Aunque ya he aprendido a asumir el
despojo total
como mi condición invariable,
no deja de ser doloroso
reconocer la casa vieja del poema de mi padre
en el cascarón vacío
en que se ha convertido
la que una vez fue
mía.
Tras la muerte de la última tía que me quedaba,
la imagen del Sagrado Corazón de Jesús
que ella había heredado de mi abuela,
fue escondido por sus cuidadoras
en un escaparate
para evitar que mi madre
lo vendiera.
El escaparate sin ropas
mostraba
a un Jesús en tinieblas
con una mano erguida
en el centro del pecho,
muy cerca de un corazón
sangrante.
Desconcertado,
parecía interrogarme
sobre su nuevo destino.
Los estantes donde antes
se habían preservado
platos
y hasta copas
exhibían también un
vacío acusador
de usurpaciones
de ¿misteriosos? seres
que pasaron por mi casa.
La culpa suele caer
en las entelequias.
El jardín era feroz
y las hierbas crecían de cada partidura de la acera.
Los vecinos habían añadido alguna basura
para hacer
su pequeño aporte
a la desidia.
Con la muerte de todos,
acabó por instaurarse
la maldición de los Atridas.
