En McDonald’s no hay llajua

Por Rodrigo Urquiola Flores

Cuando me avisaron que el proyecto de traducción de mi libro Ayer el fuego había ganado una residencia en Estados Unidos, luego de la alegría por la idea del viaje próximo, lo primero que temí fue que me negaran la visa. No provengo de una familia rica ni tengo un trabajo que me permita pagarme los pasajes, lo que me convertía, ante los ojos del consulado, en un perfecto candidato para quedarme ilegalmente en pos del American Dream.

Gracias a las cartas que enviaron mi traductora, Shaina Brassard, y Art Omi, los organizadores de la residencia, y también porque antes había viajado a Europa sin haber caído en la tentación de quedarme allí, me la dieron. No te confíes, me dijo un amigo, a veces te revocan la visa en el punto de inmigración. Así que el temor no se iba del todo.

Solo se fue cuando, en el aeropuerto JFK, de Nueva York, el último guardia con el que me tocó entrevistarme me preguntó, en inglés, claro, si me gustaba el soccer. Claro que sí, dije. Yo una vez viajé a Bolivia cuando era joven, me contó, para jugar un campeonato juvenil. ¿Cuál es el equipo más famoso de tu país? El Bolívar, contesté, sin dudar. Hay otro más, hay otro más, me dijo, mientras buscaba en su memoria. ¿Wilstermann, Oriente Petrolero?, enumeré, porque no quería decir el nombre del segundo equipo más famoso de Bolivia, The Strongest. No, no, uno de jóvenes, continuó. ¡Tahuichi!, dije yo. Acerté. Sonreímos. Me deseó suerte y yo a él.

Fue una cálida bienvenida. El temor volvió cuando un perro se acercó a olfatear mi mochila y un policía me ordenó que la abriera. En varios viajes (a Paraguay, Chile, Argentina, México o España) revisaron los libros que siempre cargo, buscando alguna sustancia. Pensé que se trataba de eso, rutina. Pero no. La culpable, esta vez, fue la manzana que había viajado conmigo desde La Paz y que pensaba comer mientras esperaba mi conexión a Albany. Me la quitaron, me hicieron firmar un papel y ya, era libre.

 

 

Llegué al aeropuerto de Albany. Al salir vi un retrato de Toni Morrison, una escritora cuyos libros había leído y disfrutado, y la silla en la que se había sentado cuando trabajaba en la universidad de la ciudad. Sentí que la literatura era capaz de borrar las fronteras, esas divisiones a veces impenetrables que los seres humanos han inventado para alejar a los seres humanos. A través de la ventana del auto eléctrico de Shaina, vi casas bellas y edificios elegantes, calles decoradas con motivos de Halloween, avenidas amplias y ordenadas que se extendían por varios kilómetros, todo muy distinto a de donde yo vengo. Es realmente otro mundo, pensé. ¿Cómo sucederá la traducción?, me pregunté. Mi libro es como el lugar en el que nací: lleno de calles polvorientas, caos, perros callejeros, violencia y pobreza. ¿Cómo se borra esa frontera para poder comprender, y quizás apreciar, ese mundo en el que me ha tocado vivir? Los traductores de Morrison sí lo habían logrado: a pesar de la distancia, al leerla pude sentir que podía identificarme con varios de sus personajes mucho más que con bastantes creados por escritores de mi propio país.

 

 

Muchos bolivianos buscan escapar de Bolivia de diversas maneras: físicamente, para trabajar y mejorar su calidad de vida, y/o espiritualmente, a través de los más diversos y curiosos ejercicios de negación. Bolivia es un país del que muchos bolivianos se avergüenzan. Un país accidental que, desmembrado, quizás debió pertenecer a Perú, Brasil, Argentina y Chile.

Cuando era adolescente trabajé, entre otras ocupaciones, como embolsador de supermercado. Cierta vez, uno de mis compañeros robó cremas blanqueadoras para aclarar su tono de piel, tan morena como la mía. Aunque en ese momento nos enojamos con él porque nos despidieron a todos del trabajo por no querer testificar ante los policías en su contra, ahora me es posible comprenderlo. Todos hemos querido escapar muy lejos alguna vez, tan lejos, fuera de nuestros cuerpos.

Sin embargo, esa sensación de ridículo frente al espejo que en algún momento quizás debió sentir mi amigo a veces reaparece cuando leo libros bolivianos, sobre todo los nacidos de escritores de la clase alta, como si, entre sus páginas, sobre las letras, les hubieran aplicado cremas blanqueadoras. ¿Qué es lo que necesito escribir yo?, me pregunto. Historias que no necesiten de estas máscaras. ¿Podré hacerlo o ese escapar a toda costa es una parte natural de ser boliviano?

Por otra parte, me he enterado que el salario mínimo en el estado de Nueva York es de 15 dólares por hora. ¡Al tipo de cambio en el mercado negro: 225 bolivianos! Si consiguiera un trabajo diario de ocho horas durante un mes podría llevarme a casa más de 54 mil bolivianos, o por lo menos 27 mil, si ofrecieran pagarme la mitad. Como diez veces más que el salario mínimo de mi país que, para variar, ha entrado en una crisis económica.

¿Me quedaré aquí? Es tentador.

 

 

Junto a la traductora, dimos un par de charlas.

La primera fue en Bennington College, en el estado de Vermont, la institución de educación privada en la que había estudiado Shaina. Los alumnos asistentes entendían muy bien el español porque hacen trabajos de ayuda a los inmigrantes. Fue un intercambio de ideas y experiencias muy enriquecedor.

La segunda fue en Eastern University, en Connecticut, gracias a una invitación que me hizo Martín Mendoza-Botelho, un compatriota que trabaja como director de la carrera de Ciencias Políticas. Es una institución pública en la que estudian muchos latinos provenientes de familias obreras. Sus instalaciones me parecieron muy lujosas. Tienen un campus increíble, en Bolivia no hay nada que se le parezca. Hubo pizza gratis para los asistentes, debo admitir que varios alumnos llegaron atraídos por esa oferta. Como la mayoría no comprendía muy bien el español, tuve que esforzar mi inglés, que, hasta ese momento, me había ayudado bastante en cosas cotidianas o en la lectura de libros, pero que se resistía a fluir cuando necesitaba expresarme “de una manera más elevada”.

Las elecciones presidenciales habían sido hace poco y en el país se vivía un clima político encendido: mientras caminabas, podías ver pequeños letreros de ciudadanos que apoyaban a Donald Trump o a Kamala Harris. Había triunfado el republicano y en la universidad existía un ambiente de luto. Al terminar la segunda charla, pude conversar con varios estudiantes latinos que me preguntaban cómo era mi país o cómo había sido mi experiencia en Estados Unidos. Pude enterarme de que tenían mucho miedo por la promesa de deportaciones masivas que había hecho Trump. Fue imposible no compartir esa tristeza tan profunda. Muchos de ellos no tenían otra tierra que aquel suelo. Ni siquiera habían podido salir hacia los países de sus padres por ese temor a que no los dejaran entrar de nuevo. Recién entonces, por los comentarios, me fijé en un joven rubio que había llegado a comer pizza con malos modales: la boca abierta y estirando las piernas sobre un sillón como si necesitara hacernos saber que ese mueble le pertenecía. Tenía algún distintivo del que no me percaté y que representaba a ese ganador de peores modales y cabello anaranjado. Fue un acto de mucha violencia en contra del miedo de estas personas, me explicaron. Yo pensé que era un simple malcriado adolescente, nada más. Es que, en mi país, cuando existe un clima político encendido hablamos de dinamitazos en las calles, el sonido de los petardos que simulan ser balas, incendios de vehículos o casas, peleas a puñetazos o pedradas, policías arrojando gases lacrimógenos o militares en las calles. Vi que no toda violencia es ruidosa.

He escuchado que en Cornell University enseñan importantes escritores bolivianos, me dijo la traductora, ¿no quieres que les preguntemos si puedes dar una tercera charla ahí? Mejor no, le dije, prefiero no tocar la puerta de lugares donde sé que no me quieren y le expliqué un par de cosas sobre la naturaleza de mi país: cuando uno no es “útil” y prefiere ser crítico, se convierte en enemigo y es peor si no tienes el color de piel “adecuado”. También me enteré que esa universidad pertenece a la Ivy League, un grupo de las más ricas de los Estados Unidos. Mi lugar está en otra parte, pensé, en la calle, no en aulas lujosas.

 

 

Aquí también hay pobreza, me dijo Martín, pero no es como en Bolivia, que se la ve en todas partes. No existe el hambre como allá, pero la sociedad te condena a un aislamiento terrible. Por otra parte, la de aquí es una vida con muchas comodidades y oportunidades, pero muy solitaria. ¿Sabes qué hago los domingos por la tarde cuando quizás tú estás en el estadio viendo al Bolívar o jugando fútbol con tus amigos o en un parque con tus hijos? Podo el césped de mi jardín. Y yo llevo una vida buena, de la que no me puedo quejar, pero cómo extraño vivir allá.

 

 

El frío del final del otoño me caló los huesos. Aunque en Google había visto que el clima era similar al de mi ciudad, en la realidad era muy diferente. La caída de la noche a las cinco de la tarde, las calles vacías en mis paseos por Albany y mi visita al río Hudson entre hermosos parques llenos de gansos, ardillas y tortugas, al principio, me pareció casi romántico. Luego, gris, solitario.

No podía irme sin conocer New York City y me dediqué un día entero a ello. Luego de tomar el ferry gratuito de Staten Island, porque todo, convertido a mi moneda nacional, me resultaba carísimo, paseé lo más que pude por Manhattan, casi por nueve horas sin parar de caminar, intentando retener en la memoria incluso los menores detalles, los aromas, las voces en diversos idiomas. No es una ciudad, es un monstruo magnífico.

 

 

La residencia en Art Omi fue una experiencia espectacular. Ubicada en Ghent, Nueva York, está alejada de todo ruido posible. Conocí a escritores y traductores admirables de Taiwán, Palestina, Brasil y Madagascar. Fue una gran pena que la escritora de Tanzania no hubiera podido llegar porque le negaron la visa, pero sí estuvo su traductor. El ambiente de completo silencio, una preciosa biblioteca que contiene los libros de anteriores participantes del Translation Lab y el intercambio de ideas, para nosotros, los extranjeros, en un inglés slowly, crea un ambiente que invita a la creación, como si nada más que esa ambición artística existiera en el mundo.

Nadie jugaba soccer, pero sí pude pisar, por primera vez en la vida, una cancha de tenis; ese deporte, en mi país, reservado a las clases altas. Y vi un grupo de ciervos saltando como si fueran copos de algodón.

 

 

Creo que fue entonces cuando sucedió un escándalo literario en Ecuador: el poeta de origen indígena Agustín Guambo denunció por plagio a la novelista Mónica Ojeda, escritora de moda en España –la capital del mundo de lengua castellana– y, por tanto, en sus eternas colonias sudamericanas también. A la distancia parecía una disputa más de la gente de piel morena por un territorio perdido ante la gente blanca (o blancoide, como prefieren decir, más acertadamente, varios indigenistas). Otra batalla perdida de antemano frente al poder y al dinero. Debo decir que, tras haber leído partes y contrapartes, no hubo plagio, apenas una inspiración que es más artificial que natural: extractivismo cultural, que no es ilegal, pero sí deja en evidencia una estela de falsedad en varias construcciones artísticas.

Cuando en Bolivia, la ciudad de El Alto se puso de moda, muchos escritores de la clase alta (aquellos que jamás la visitarían por el miedo a ser asaltados, no caminarían en sus calles de noche, no pasearían por sus ferias sin compañía, no comerían su comida en los agachaditos mientras los minibuses pasan cerca, no jugarían fútbol en sus canchas, no beberían en sus bares hasta amanecer: no la vivirían) se pusieron a escribir sobre ella e, inevitablemente, a caricaturizarla de manera paternalista e incluso, quizás sin que lo advirtieran ellos mismos, racista.

Algunos libros, bastante celebrados por cierta crítica que define qué es lo que está de moda y qué no (una organización de agentes literarios, prensa cultural comprada que exagera los valores de las obras en sus reseñas, etc.), se alimentaron de esta manera: una escritora de la clase alta le pregunta por Messenger a un escritor alteño qué insultos en aymara se usan en su ciudad y qué significan, otro escritor de la clase alta le pregunta a una escritora alteña cómo lucen las calles por donde camina a diario. Agradecen, lo escriben bajo un manto de ciencia ficción (nunca llegaron a la calidad ese gran sci-fi que leí en 1984, de Orwell, o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Dick, aunque sus publicistas parecieran insistir en que sí) para disimular, o porque ese género, mejor si suenan quenas y zampoñas de fondo, es el que ahora está consumiendo el mercado, y se van. No les interesa conocer la ciudad ni mucho menos entablar una verdadera amistad con el sujeto que ha sido su fuente de información. Lo han utilizado para extraer mineral, es todo. Y es así como otros escritores, caminantes de verdad, se quedarán en las sombras y serán como un empleado más de los tantos que sus familias contratan.

No debería sorprendernos. Aunque estas narrativas plenas de ideologías de moda busquen aleccionar sobre el cuidado de la naturaleza o la necesidad del feminismo en la sociedad, para citar un par de ejemplos obvios, no deberíamos olvidar que quienes escriben, estos autores de las clases altas, son los hijos, o nietos, o bisnietos, o tataranietos, de quienes ayer despojaron de sus tierras a los indígenas para deforestarlas y/o abusaron de sus mujeres impunemente. ¿Por qué tendríamos que escuchar las moralejas que nos intentan vender aquellos que han sido alimentados con una riqueza criminal y que ahora tienen miedo de vivir una ciudad –o una cosmovisión– que, aparentemente, les interesa?

Amigo Guambo, pensé, mientras, desde el Norte recordaba lo difícil que puede ser salir del Sur, las industrias funcionan así, es lo normal, el dinero no tiene sentimientos. Solo nos queda intentar escribir mejor aquello que de verdad nos duele. ¿Queremos ser vendedores o escritores? Tiene que haber una diferencia entre ambos oficios, ¿por qué alguien se esforzaría tanto por escribir sobre algo que no le interesa conocer en su verdadera profundidad?

¿Cómo sería todo si las cosas hubieran sido al revés, si nuestros antepasados no hubieran sido tratados como simples bestias de carga y hubieran tenido acceso a una mejor educación, si hubieran podido escapar del maldito analfabetismo, formar bibliotecas y hallar otras maneras de entender la literatura? ¿Cómo pensaría la crítica latinoamericana, o por lo menos boliviana, si a esa mayoría a la que se le ha negado la lectura fuera hoy la que comprara y pensara los libros actuales?

Soplaba un viento helado que me hizo lagrimear. Mi visión se dificultó un poco. Quizás desde el Norte todo se hace más borroso y la realidad se trastorna. No hay que tocar las puertas de lugares donde sabemos que no nos quieren, me repetí.

 

 

Para retornar a mi tierra, debía volver a ver NYC. Esta vez viajé más veces en su famoso metro hasta llegar al aeropuerto JFK. Allí, tuve un último almuerzo en el McDonald’s, ese restaurante famoso en todo el mundo que quebró en mi país porque no pudo competir con la comida callejera boliviana. Allí, mientras masticaba una hamburguesa y bebía Doctor Pepper en un vaso gigante, recordé todo este viaje lleno de aprendizajes. Una vez más recordé el sueldo mínimo por hora y me pregunté si valdría la pena quedarme. Imaginé que lo dejaba todo y conseguía salir rumbo a la gran ciudad.

Me vi empezando de abajo, como el cargador de verduras protagonista de una de mis novelas favoritas, El exilio voluntario, de Claudio Ferrufino, para mí la Gran Novela Nacional del Sueño Americano. Me vi donando sangre o esperma y enseñando español como me sugirieron diversos anuncios de Facebook mientras estuve aquí. Abrí los ojos. No, me dije, no, a esta hamburguesa tan rica le hace falta llajua para ser perfecta. Recordé la crisis y que, debido a ella, muchos vaticinan que se aproximan oleadas migratorias de bolivianos. No sé si los capitanes se hunden con su barco, me dije, pero sí los marineros más fieles. Entonces recordé que Bolivia no tiene mar y sonreí, mientras cargaba, una vez más, mi maleta llena de libros.

 

 

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