Raíces
Por la noche, Edita salió al patio de la finca. No era más que un solar con piso de tierra, que separaba la casa del portón externo y de los cultivos. En tiempos mejores, había servido como corral para el ganado; y en los años finales de los patrones, hizo las veces de parqueadero para la furgoneta del señor. Ahora estaba vacío, cundido de grietas que se ramificaban en todas direcciones, como las líneas de una mano. En el lugar no había más luz que el fulgor blanquecino de la luna. Bajo sus rayos, la cabellera de Edita, recogida en una trenza, emitía destellos de plata. Sobre su cuerpo, que era todo huesos y arrugas, no llevaba más que un camisón raído, fino como una capa de cebolla por tanto uso.
La anciana atravesó el patio con zancadas de gato, cuidando de no pisar las grietas con sus pies descalzos. Tan solo se detuvo, aliviada, cuando llegó al otro lado, junto al cerco donde iniciaban los campos para cultivo. Suspiró y levantó la vista: a lo lejos, más allá de la ceiba bicentenaria que se erguía en mitad del terreno marchito, de los sembradíos y los cañaverales vecinos, de la hondonada del valle y de los bosques de bálsamo y cortés blanco, el volcán de Izalco se alzaba con su antorcha eterna. Era ese uno de los pocos placeres que le quedaban a Edita: salir al fresco, en las noches de verano, para observar la regurgitación incandescente, las ascuas que reventaban una y otra vez, como tímidos fuegos artificiales. Pero esta vez la mujer no había salido para deleitarse, sino para consolarse.
En vano había intentado conciliar el sueño, retorciéndose durante horas en el camastro maloliente. Había recitado salmos y letanías, sin que le llegara la confirmación íntima de que alguien escuchaba sus ruegos. En cambio, volvía a ella la voz nasal de la niña Micaela: “Tiene hasta el viernes para arreglar sus cositas, Eda, porque ya vendimos la finca”. Se lo había dicho de golpe, con una sonrisa burlona que dejaba a la vista todos sus dientes, apiñados como lápidas de cementerio. El miércoles por la mañana había llegado sin anunciarse, enfundada en una chaqueta peluda y grisácea, y con unos tacones de aguja que se clavaban en la tierra resquebrajada. Junto a ella iba un barrigón entrado en años, con el rostro atestado de arrugas.
“Este es don Prometeo”, lo presentó la niña Micaela. Edita se limitó a saludarlo sin obtener respuesta, y escuchó cómo la señora lo tranquilizaba: “Despreocúpese, que yo me encargo”. Fue entonces cuando Micaela se giró y le soltó la sentencia de la venta de la finca: “Tiene hasta el viernes para arreglar sus cositas, Eda”. La anciana temió estar en medio de un desvarío (a lo mejor tenía fiebre y no lo había notado): aunque escuchó las palabras, le pareció que la frase no tenía sentido. “¿Cómo dijo?”, preguntó, con una mueca que parecía de risa. Micaela le respondió: “Que aquí el señor ya nos compró las tierras y se quiere trasladar el sábado”.
Edita emitió algo parecido a un carraspeo. Quería protestar, decirle que cómo podía ser tan malagradecida, que cómo pensaba vender la casa que los patrones, don Lotito y doña Florencia, que en paz descansen, habían construido con tanto azoro. Pero no estaba acostumbrada a las confrontaciones, y Micaela se le adelantó: la tomó por los codos y, con cara compungida, le dijo que no se aflija, Eda, si de todos modos usted casi no tiene nada, en un ratito recoge sus maritates.
La anciana sintió que una respuesta le bullía en las entrañas, pero se le atoró en el gaznate: la voz se le apagó de nuevo, como se le había apagado a lo largo de toda su vida. Cuánto habría querido decirle que no eran sus bártulos los que le preocupaban, sino que no tenía ahorros, familia ni mucho menos adónde ir; que llevaba toda su vida en esa casa, desde que llegó a trabajar cuando era solo una niña; que estaba ahí desde antes que nacieran Micaela y sus hermanas; y que tenía un derecho de piso ganado a puro sudor, sobre todo porque no le habían pagado nunca ni un centavo. Para el momento en que Edita logró preguntar: “¿Aunque sea me va a dar algo de plata?”, Micaela ya no estaba frente a ella.
Todo eso había ocurrido el miércoles por la mañana, y ahora nomás faltaban unas horas para que amaneciera el viernes. De pie junto a la alambrada, Edita recordaba el incidente con Micaela y pensaba que lo que menos quería era dinero. Jamás había recibido un salario (ni siquiera en los tiempos abundantes de la finca), pero no podía quejarse, puesto que nunca le faltó comida ni techo. Eso, al menos, mientras vivieron los patrones. Después de su muerte (ella primero y él después, en cosa de siete meses), la situación se volvió complicada: las hijas dejaron la propiedad en el olvido, las cosechas se marchitaron por falta de cuido e insumos, y la casa se hundió en las aguas pantanosas de la decadencia, con Edita sorteando el naufragio dentro de ella.
Desde entonces, habían transcurrido más de dieciocho años. La mujer se las ingenió para cultivar una pequeña parcela, apenas con lo necesario para su subsistencia. Edita, pues, no quería dinero, sino permanecer en el lugar en que había estado siempre. Recordaba a sus patrones como si fueran familia (de hecho, luego del fallecimiento de su propia madre, se habían convertido en su única familia). Aunque no era recíproco, guardaba un cariño especial por las hijas de los señores, puesto que había ayudado a criarlas, pese a que era tan solo cinco años mayor que Micaela.
Edita conocía los secretos más profundos de la vida familiar. Sabía de los amores clandestinos de don Lotito y del bebé que doña Florencia perdió por una cólera Sabía que los mangos del árbol cercano a la letrina eran más dulces que cualquier otro fruto de la finca; y que los padres, los abuelos y los padres de los abuelos de doña Florencia estaban enterrados en la propiedad, bajo la fronda de la ceiba bicentenaria, desde los tiempos en que no había cementerio municipal. De hecho, en aquella noche desesperada, Edita caminaba hacia ellos, los ancestros que no eran suyos, pero que tomaba por propios. La luna, arrebujada en un manto de nubes, la vio cruzar el sembradío con su sigilo de gata vieja, hasta que desapareció bajo la cúpula del árbol. Edita se sentó al pie de la atalaya vegetal y lloró el desconsuelo de saberse expulsada de su paraíso personal.
Pasados algunos minutos, una piedrita que rebotó en la cima de su cabeza la sacó de su lamento. Miró alrededor, pero no encontró al culpable. Otra piedrita cayó junto a ella, esta vez sin golpearla. Le pareció que provenía de la espesura del árbol. Alzó la mirada y se encontró con los difuntos, recientes y antiguos, sentados en las ramas de la ceiba. Ahí estaban también Lotito y Florencia, pese a que sus cuerpos reposaban a kilómetros de distancia, en el mausoleo familiar. “Me está echando la niña Micaela”, gimió Edita, “y yo aquí me quiero quedar”. Le respondió Lotito: “Aquí estate”, y Florencia: “Esto es más tuyo que de ella”. Edita se limpió las lágrimas y se puso en pie. “¡Pues me quedo!”, exclamó.
Caminó unos pasos hacia la claridad de la luna, cuando notó que le costaba avanzar. Bajó la cabeza y se percató de que ya no tenía pies, sino unas raíces fibrosas que se aferraban a la tierra. Sus piernas se habían entreverado en una sola espiral. Levantó las manos, pidiendo ayuda a las estrellas, y vio cómo sus brazos se alargaban y retorcían hasta lo indecible. De las puntas de sus dedos, ahora tan lejanas, surgían pequeños brotes de hojas. Sintió que se le endurecía el rostro. Abrió la boca en un grito, pero la voz le falló por última vez, y de su gesto no quedó más que un hueco en la corteza del tronco.
Al mediodía siguiente, cuando Micaela llegó para llevarse los muebles de la casa, no encontró a Edita por ningún lado. Se sorprendió, eso sí, con aquel árbol de amate que contorsionaba sus ramas junto a la ceiba familiar.