Hoyos Funky

Por J.A. Menendez-Conde

Ilustración Euro Montero

Durante dos días velamos al tío Toro en el patio de la abuela Esperanza, hasta que un aguacero nocturno nos obligó a desplazarlo a la cocina. Mi hermano y yo, más que ayudar, solo estorbábamos, colgados a las faldas de nuestra madre, quien dirigía a sus hermanos para que sacaran los muebles y amontonaran las sartenes y las ollas en las esquinas. Tronaba los dedos para que el asunto se hiciera rapidito y el féretro abierto no fuera a llenarse como tina de baño. Pero las gotas ya habían empapado el traje gris, el único que tenía el difunto.

Entonces nuestra madre mandó al tío Pacheco, a que se lanzara a su casa por un traje.

Mi tío Pacheco se rascó la cabeza y dijo que solo tenía el traje azul que se ponía en Navidad.

—Pues te quedas con el del Torito —dijo nuestra madre.

—Pero pos el gris no me gusta —protestó el Pacheco.

La mirada de nuestra madre debió ser fulminante porque el Pacheco salió disparado en plena tormenta.

—Ni que el Toro vaya a resfriarse con el traje mojado —dijo mi hermano en voz baja.

Le di un codazo para que se callara. No porque temiera que nuestra madre se volteara y nos metiera con la chancla en la boca. Era algo peor: el miedo de que, por burlarnos del muerto, nos castigara Diosito.

 

Al año siguiente nos castigó Diosito. Murió nuestra madre, y mi hermano y yo quedamos solos. Era temporada de lluvias en Guadalajara. Por eso colocaron el féretro directo en la cocina de la abuela Esperanza. Era de madera, cerrado. Un camión la había atropellado; decían que la panza y las piernas quedaron hechas trizas, pero que la cara apenas tenía algunos raspones y moretones. Mi hermano quiso verla. La abuela lo detuvo.

—Mejor no, mijito —le dijo—. Esas imágenes no se van nunca.

 

Jamás vimos su rostro magullado. Aun así, la imagen tenebrosa reemplazó la imagen tierna que teníamos de nuestra madre. Los ojos vibrantes se transformaron en pupilas frías, el blanco del ojo explotaba en venas rotas. Las mejillas suaves se convirtieron en costras ásperas.  La nariz, tan elegante, era ahora una sombra aplastada.

—¿Por qué no abrí el ataúd? —preguntaba mi hermano bien entrada la noche.

—Piensa en otra cosa, ándale.

Nos acurrucábamos juntos en el colchón como dos cachorros. Para calmarlo, le hablaba de cosas ligeras, absurdas:

—¿Sabías que a Óscar Rojas su mamá no lo deja tener el pelo largo?

—¿Quién es Óscar Rojas?

—El cantante de la Revolución de Emiliano Zapata. Por eso tiene el bigote estilo ranchero.

 

Esas noches interminables dejé de creer en el Dios mayúsculo, el de las nubes y los castigos. Empecé a creer en dioses de pelo largo que tocaban la guitarra eléctrica y hacían bailar al Pacheco como si el mundo se fuera a acabar.

 

A los dieciséis años, mi hermano se fue a jugar futbol a Torreón. Yo dejé la casa de la abuela Esperanza y me mudé a un cuartucho en Zapopan. Por las mañanas, fumaba mota y escribía para la revista Sonido sobre la música que el Pacheco me había enseñado. Por las noches, fumaba mota e iba a conciertos.

 

La abuela Esperanza murió una mañana de septiembre de 1971. Yo andaba en el Festival de Avándaro, emborrachándome con Los Dug Dug’s. El Pacheco y mi hermano viajaron a Valle de Bravo y me encontraron cuatro días después. El festival había terminado, pero aún quedaba un montón de gente. Se esperaban 25.000 personas, pero llegaron más de 300.000. Muchos, como yo, seguíamos con el lodo hasta las rodillas y sin pegar un ojo. Corría el rumor de que Lolita Rascacielos iba a aparecer.

—La abuela tenía los pies bien hinchados —dijo mi hermano—. Tuvieron que ponerle los tenis que dejaste.

—¿Mis All Star?

—No le entraba ningún otro zapato.

Ya habían enterrado a la abuela y no la vería más, excepto en mis sueños. Siempre con tenis de tobillo alto.

—¿No te crees que ese mero es Alejandro Marcovich? —dijo el Pacheco, apuntando a un tipo de traje gris doblado en una silla de plástico.

Le dije que simón.

—Lleva un traje como el del Torito, ¿edá? Ahorita que lo veo, pos no está tan gacho.

 

Las imágenes de chicos y chicas en Avándaro consumiendo drogas y bañándose en cueros se viralizaron. El gobierno censuró el rock en la radio, sofocó los conciertos y desató una persecución implacable. A mí y a mis cuates nos levantó la poli por llevar el pelo largo. Faltas a la moral, dijeron. En la comisaría nos madrearon y nos raparon la cabeza.

Avándaro fue borrado de la historia oficial. Pero el rock no desapareció. Se ocultó. Los conciertos migraron a los hoyos funky, espacios clandestinos que latían al ritmo de baterías y voces roncas.

 

En la boda del primo Edgar, después de unos tequilas, le conté al Pacheco que la imagen de la abuela en mis All Star me atormentaba.

—Pos si ni la viste.

—A lo mejor por eso la tragedia, ¿no?

—Tragedia es que Lolita Rascacielos no se presentó cuando ahí andábamos buscándote.

—Sea comprensivo, tío.

—¿Quieres saber cómo suena?

Lolita Rascacielos era la figura más enigmática del rock mexicano. Nunca grabó un disco. Me moría por saber.

—Mi carnal el Genio —dijo el tío Pacheco—, la vio tocar en una azotea abandonada en Tijuana.

Hubo un silencio largo en el que el tío Pacheco se tomó otro tequila, como para arrancar, pero no arrancaba.

—¿Y cómo sonaba, pues?

—Uy, mijo, la voz de un ángel. Una guitarra sonaba como tres. Ahí te la dejo.

 

Mis recuerdos son hoyos funky cuando se encienden las luces. En mi cabeza, la fiesta se ha diluido a pura decadencia: botellas rotas vomitando ceniza, charcos pegajosos que se adhieren a las suelas, ecos vacíos que rebotan en paredes desnudas.

 

De la revista Sonido pasé a una columna en Desastre, luego a la Rolling Stone y después a NME. Una cosa llevó a la otra y, con 28 añitos, terminé dando clases en la Universidad Humboldt de Berlín. Llevo más de treinta años en la cátedra de Estudios Culturales, enseñando Subculturas Urbanas y el Rock Mexicano.

Recibí una llamada en la madrugada. Era mi hermano.

—El Pacheco se resbaló gacho.

Quería agradecerle al tío por la música. Estrechar sus manos agrietadas, como de barro cocido. Pero ya era tarde. Muy tarde.

—En una servilleta alcanzó a escribir que quiere que lo entierren con el traje gris, que no lo cambien aunque llueva. Que bajen su ataúd con una canción de Lolita Rascacielos.

 

 

Busqué una canción de Lolita Rascacielos para el Pacheco. Moví cielo, mar y tierra, hasta que logré comunicarme con el mismísimo Carlos Santana, el único poseedor de un casete de la artista, adquirido en una subasta por siete millones de dólares.

—No te va a servir —dijo Santana en tono suave.

—¿Por qué no?

—Son solo tres acordes, compa.

—¿En toda la cinta?

—Los tres acordes más terribles y hermosos de la historia.

 

El ataúd del tío Pacheco estaba cerrado. La mandíbula se le había dislocado en la caída, y no hubo forma de enderezarla. Si no iba a cumplir con su última voluntad, tenía que verlo a la cara. Estaba a punto de abrir la tapa cuando me agarraron del brazo.

—Lolita Rascacielos —me dijo mi hermano al oído—. Un amigo de un amigo de un amigo futbolista dice que tiene una partitura.

Fuimos a verlo. Vivía en una ferretería destartalada en Tonalá.

—Mi apá era el que andaba metido en eso del rock. Tocaba la batería y un día se fue al gabacho y abandonó a mi jefecita con todo el changarro.

Sentí que se me acababa el tiempo y pregunté por la partitura.

—Qué partitura ni qué ocho cuartos —dijo.

Mi hermano y yo nos miramos en silencio, decepcionados. El hombre se movió pesadamente, desapareció en el cuarto de atrás, y regresó con una caja que dejó caer al suelo. Se inclinó hacia ella, sus rodillas crujían. Sacó un vinilo, limpió el empaque con el antebrazo y lo puso sobre el mostrador.

—Les advierto —dijo el hombre—, ahí solo hay una méndiga canción de una ruca que canta como si ahorcaran a un gato.

Un escalofrío se me instaló en los huesos. Otra vez frente a una caja sin saber qué hacer.

—Ábralo —dijo—, pa que lo oiga con sus propios ojos.

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